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paola maita
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¿Un kilo o una tonelada?

Hace un par de días, envié una caja con medicinas, alimentos, detalles y algunas mascarillas a mi madre en Venezuela. No es algo que tenga que hacer todos los meses. Entiendo que, viviendo fuera, tengo la posibilidad de conseguir ciertos productos de una manera más fácil y normal que ella que está allí. Lo racionalizo de esa y muchas otras maneras para hacerlo digerible,  pero no dejo de hacerme ciertas preguntas.

Cuando comparo esta «responsabilidad» con la que tienen mis amigos de aquí para con sus padres, sé que es una circunstancia atípica. En otras latitudes, la mayoría de los treintañeros no tienen que preocuparse particularmente por las necesidades económicas de sus padres. Hay otro tipo de preocupaciones, mayormente centradas en lo afectivo, en el futuro, en lo social… Cosas un poco más propias de la vejez y menos parecidas a las de un infante que necesita todo tipo de cuidados. 

Mientras pensaba con qué llenar la caja, iba sintiendo que, a pesar de no tener hijos pequeños, pertenezco a una generación que viene de un sitio donde al migrar, automáticamente pasas a tener hijos de más de 50 años.

Horas más tarde, mientras miro a la dependienta pesar la caja, me voy adentrando más en esta sensación de ser responsable de aquella que me dio la vida de una forma que, de ser nosotras de otro lugar, no me habría tocado asumir de esta manera. El pensamiento de que, si quizás no tuviese un buen trabajo, si ella fuese aún más dependiente, si el medicamento que le envío no fuese de venta libre, entre tantas otras cosas, me corroe. Todo está atado por hilos tan finos, que me la miedo el pensar qué podría pasar si llegan a romperse.

En teoría, de allí tendría que haber salido sintiéndome un kilo más liviana. La verdad es que sentí que me sentí una tonelada más pesada y aún trato de entender todo lo que contiene ese peso que llevo encima.


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