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daniel campos
Photo Credits: Ben Seidelman ©

Un hombre se arrastra por Boa Viagem

Nos detuvimos frente a un semáforo de la transitada avenida Conselhero Aguiar. Entonces lo vi. Era un hombre afrobrasileño de más de cuarenta años. Vestía una camisa azul limpia y pantaloneta azul. Tenía las piernas malformadas, quizá por polio, flaquitas, dobladas en las rodillas. Y se arrastraba por la acera con manos y antebrazos. No tenía silla de ruedas. Ni siquiera una simple tablilla con rodines para facilitarse el desplazamiento.

Yo había salido de mi hotel en el barrio de Boa Viagem, frente a la principal playa de Recife, a las 9 a.m. Iba rumbo al centro de la ciudad, a dar una charla en la Facultad de Derecho. Ya hacía demasiado calor y en vez de ir en autobús, me monté en un taxi.

Desde mi asiento, refrescado por el aire acondicionado, vi cómo aquel hombre hacía un enorme esfuerzo para avanzar por la acera, en el calor de afuera. Huía del sol en busca de la sombra de la parada de autobuses. Pero el semáforo cambió a luz verde y no pude ver si mendigaba o esperaba un bus. ¿Cómo se subiría?


En la universidad di mi charla. Logré concentrarme en algún asunto académico que ya no recuerdo pero la imagen de aquel hombre se me venía a la mente. Luego mis anfitriones me invitaron a almorzar mariscos en el tradicional restaurante Central y me llevaron de regreso al hotel en Boa Viagem. Yo andaba con un desasosiego oprimiéndome el pecho.

Me cambié de ropa, salí a la playa y caminé sobre la arena amarillenta, bajo el cielo azul, frente al impetuoso Atlántico. Aprecié su color jade en la cercanía, turquesa en la medianía y azul profundo en la lejanía. Vi nubes de tormenta a lo lejos y lluvia en alta mar. En el horizonte atisbé un principio de arcoíris amarillo, verde limón, verde bosque, azul, violeta y rojo.

Caminé. Caminé. Caminé varios kilómetros por la larguísima playa de Boa Viagem. ¿El ser humano que había visto aquella mañana, por dónde se arrastraría a esa hora?

Sentí el calor y la sutil aspereza de la arena en la planta de mis pies. ¿El hombre, al arrastrarse diariamente, habría formado callos en su piel? ¿Cuándo el calor del sol pernambucano hacía hervir el asfalto y concreto de la ciudad, se ampollarían sus manos? ¿Tendría amparo por las noches? 

Me detuve y observé el horizonte donde se encuentran mar y cielo, buscando respuesta. Pero miraba en la dirección equivocada. Detrás de mí se erguían elegantes edificios de apartamentos cuyos balcones y ventanales se orientaban también hacia el mar, dándole la espalda a barrios más pobres de Recife cerca del manglar.


Photo Credits: Ben Seidelman ©

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