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fabian soberon
Photo by: Miguel Discart ©

Un hombre llamado Homero

A mis hijos Bruno y Catalina

Hubo una vez un hombre que cruzó las aguas turquesas del Mediterráneo para arribar a la fabulosa Atenas, una ciudad que lo recibió con honores. Fue discípulo de Femio y con él aprendió el arte impar de los aedos y deambuló por las islas jónicas cantando las versiones preliminares de sus poemas. 

Ese hombre –que fue muchos hombres– tuvo un destino incierto hasta que una tarde se internó en la cueva de Quíos y compuso, con el poder que le donaron las musas, los fragmentos de la lucha entre el aguerrido Aquiles y el valeroso Héctor. Esa tarde cantó que Aquiles da vueltas –con el brioso escudo– por las torres altas y persigue a Héctor y gime por el destino y el fantasma de Patroclo. Aquiles, de pies ligeros, iracundo, alcanza al asesino de su amigo, la lanza brilla un segundo y deja que el enemigo hable un poco muerto. Aún resuena el eco del lamento de Héctor, el parlamento breve entre los muros de la ciudad quemada, el llanto de Aquiles ante el túmulo y el grito de Casandra entre las piedras y aún mana el amplio cúmulo de sangre en el polvo.

Ese hombre –o mujer, según Samuel Butler– contó cómo vibra la pica enhiesta en la calle junto al carro que tira los caballos de Troya y oyó el llanto vertical de Aquiles –el que aprendió con Quirón las virtudes– al enterarse tardíamente de la muerte de Patroclo.

Ese hombre ciego cruzó múltiples veces el océano y cantó frente a reyes y poderosos; ese hombre inventó la ubicua Ilión y fue leído por eruditos en la lejana biblioteca de Alejandría. Los estudiosos pensaron el orden nuevo de la ciudad antigua y dibujaron la figura ciega del que canta la guerra; y los lectores imaginan al aedo y a Ilión cada vez que abren los tomos de los poemas.


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