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Fabian Soberon
Photo Credits: Rafiq Sarlie ©

Un filósofo de siete

Me pide que me siente, que deje de mirar la tele. Yo estoy observando, sin escuchar, uno de esos debates políticos en la pantalla. Pura palabrería sin sentido. Que el gobierno va en sentido equivocado, que la inflación nos corroe el alma y el bolsillo, que este país no tiene futuro. Esas peroratas que encienden el oído y la boca pero que dejan los problemas verdaderos fuera de la escena. Eso mismo: la televisión en su más alta potencia.

Yo estoy mirando sin ver y él me pide que me siente. Y que lo escuche. Saca una cajita de su bolso. Ha preparado algo, pienso. La apoya en la mesa. La roza con los dedos. Aunque no lo haya premeditado, parece que planeara algo, una especie de estrategia de persuasión, un plan de operaciones. Se toca el pelo. Luego mira hacia adelante y se detiene. Todo esto sucede en unos segundos. Sus movimientos son rápidos. No está agitado. Disfruta de su propuesta y de su pedido. Siente placer al pedirme que me detenga. Sé que eso es algo importante. Él logra que me detenga, que pare el ritmo enloquecedor de la vida, el uso abusivo de las comunicaciones absurdas. Él me mira. Deja la cajita. Ya no la toca. Se toca la cabeza.

Papá, me dice, ¿sabes que yo tengo todo acá? Vuelve a tocarse la cabeza. Tengo cajones donde guardo cada una de las cosas importantes.

Me está hablando de la memoria. Me quedo callado. Dejo que siga con su planteo. Está diciendo algo crucial, una síntesis de sus pensamientos. Esto sí que es importante.

¿Sabes?, dice, y señala de nuevo su cabeza. Aquí guardo esas cosas, esos momentos. Aunque a veces lo olvido. Pero yo sé para qué sirve cada cajón. Para mí cada día es una aventura, remata.

Bruno lo ha hecho de nuevo. Ha dicho una de esas frases que parecen copias de un manual de filosofía para incautos, para tímidos, para incrédulos. Y lo ha dicho casi sin preámbulos salvo por los movimientos reflejos de alguien que juega, de alguien que tiene siete años.

Eso es bueno, digo. Y ahí me doy cuenta de que he dicho una frase como un acto reflejo. ¿Cuándo aprenderé a callarme? Pero lo digo porque sé que él espera que diga algo.

¿Qué es bueno?, me pregunta. Eso, repito, que para vos cada día sea una aventura.

Está bien, responde. Y se va, como si no hubiera dicho nada. Y, a la vez, como si él ya hubiera sabido de antemano mi reacción.

Eso es un filósofo, pienso. Alguien que no tiene nada que perder. Y que siente que en cada idea se le va la vida. Ahí se juega su existencia, en el encuentro único y definitivo con una idea.


Photo Credits: Rafiq Sarlie ©

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