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Sara de S. Martin
Photo Credits: VirtualWolf ©

Un ejemplo de icono-parasitismo

¡Ojalá fuese la memoria una víscera más, porque la colgaría de un gancho entre corazones, lenguas, sesos e hígados! Me la imagino gelatinosa, deforme; no como las gelatinas chinas de agua de rosas sino como una medusa, con los mismos aguijones, capaz de dejarte tiesa con un recuerdo inesperado o de mantenerte viva con un olvido total.

Me dan miedo los recuerdos porque me plantan cara como bestias salvajes. Son como la metralla: te taladran y te dejan muda. Cuando una olvida no es porque quiera “vivir en el presente” como pretenden algunos cursis, sino porque es mejor no recordar. Un día, la editora de Viceversa me dijo: “Espera a escribir el primer recuerdo que te venga…y con toda libertad sé fiel a ese momento; sea lo que sea, escríbelo y acéptalo, y me lo mandas y lo publicamos”. Le había contado que estaba imaginando un mundo sin memoria pero que me costaba mucho y que me topaba con ella por dónde quiera que fuera; hice mal en contárselo, porque las editoras no pueden evitar sentirse atraídas por la viscosidad de la memoria y de su descomposición, pero lo cierto es que después de que me pidiera escribir, a mí que escribo muy poco, empecé a recordar cosas que nunca había recordado. Es cosa de magia. Y las voy a contar tal cual.

De repente, me empezaron a venir imágenes de cuando por primera vez me puse un traje de gitana. Estaba rodeada de niñas, entre primas y amigas, de veraneo en España y con un calor de justicia. Íbamos a pasar un mes en la playa, pero antes de irnos a la costa paramos unos días en la casa que mi tía Amalia, la hermana mayor de mi madre, dónde hacíamos un ritual siempre que nos reuníamos. Aquella casa, un casón en realidad, estaba en una calle de Sevilla que llevaba el nombre de un rey con un nombre que no recuerdo, y el ritual consistía en ponernos los trajes de la feria; mis amigas y primas sevillanas los llamaban “trajes de gitana” o “de sevillana”; yo decía “de flamenca”, y mi prima Guadalupe, Lupita, que se quejaba de que Lupita era como de perro, decía que eran de “faralaes”. Buen lío teníamos entonces con tanto nombre y las identidades…pero éramos unas locas inconscientes y nos importaba poco. Nos desnudábamos; éramos de edades distintas y cada cual pillaba el traje que podía de un baúl dónde mi tía guardaba los trajes de año en año para la feria de abril. Como yo no podía ir nunca a la Feria en abril, mi tía me daba una segunda oportunidad en verano para ponerme el traje. A mí me venía tocando los últimos años uno bastante feo, verde de lunares blancos, que ya me quedaba muy estrecho. Cuando me lo empecé a poner sentí una apretura que era como una asfixia, una mezcla de placer y miedo que no había sentido nunca hasta entonces, y noté en mi cuerpo algo que me hizo dar un respingo y taparme, algo así como una anomalía. Ahora puedo decirlo, antes no: ano-malía; me ha costado porque no me atrevía a decir “ano” y continuar con “malia” -que era el diminutivo de mi tía Amalia-, pero la palabra “anomalía”, es de las primeras “difíciles” que recuerdo por esa razón, porque era para mí algo raro y porque jamás iba a olvidarme de ella. Y la memoria genera daños colaterales muy raros, de tipo verbal: cada vez que pienso en mi tía Amalia o alguien dice “Amalia” delante de mí, mi memoria tenaz coloca un ano rosa en el centro de mis pensamientos, y en él pone después el rostro, bien de mi tía bien de quien sea que esté cerca. Algo así como que “ano-malizo” todo. Hasta la fecha una y otro han sido inseparables. Lo dicho, una anomalía. Pero la anomalía no consistía solo en una asociación de palabras o una obsesión impertinente.

 

Photo Credits: Sara de S. Martín
Photo Credits: Sara de S. Martín

 

Al mismo tiempo que me enredaba en lo raro, en lo anómalo, miré a las demás de reojo y vi como ellas se miraban entre sí y me miraban también a mí. Silencio. Creí que nos mirábamos el cuerpo, las tetas, las formas, tal vez las fachas que teníamos con esas prendas tan dispares, pero no, ellas miraban solo los vestidos, para ver cuál era el mejor, el más lujoso, y a mi los vestidos me importaban muy poco, lo que miraba eran los cuerpos. Teníamos hechuras muy diferentes aunque aún se notaban poco las distintas edades. Yo seguí intentando caber en el diminuto vestido de lunares que me tocaba del año anterior, muy despacito, sin dar tirones para no romper la tela; como si la anomalía que había sentido en mi cuerpo no fuera tal y estuviera también en los cuerpos de todas ellas y mi preocupación no tuviera razón de ser; como si tarde o temprano nos fuéramos a reír a carcajadas porque todas habíamos tenido la misma sensación pero aún no nos la habíamos contado.

Cogí la peineta de vinilo verde, tan fea, tan simple y aplasté con ella los volantes y los flecos espesos del vestido, más propios de un rancio cortinaje que de la crin de un caballo; me pinté un lunar con un lápiz grueso que Lupita, que es la mayor de todas y más amiga mía, había sacado de un bolsito, y, de repente, me quedé quieta, porque sentí otra vez ese vestido pasar hacia abajo y hacia arriba por mi cuerpo cuando me lo iba encajando desde los hombros, y seguí así quieta sin decir palabra; miré a las niñas otra vez y seguí inmóvil, y me miraron a mí porque me había quedado quieta, medio metida en el vestido y por más que tiraba hacia abajo no podía bajármelo. Sus miradas fijas en mí me daban vergüenza. Me costó convencerme de que solo era simple y llana curiosidad.

-“Niña, ¿qué te ha dao?”, me espetó Lupita.

Fue la primera vez que hice el esfuerzo de seguir como si nada, y dije:

– “Nada. ¿Qué me va a dar?”. Y seguí como si nada, actuando, simulando, como si no me importaran nada ni sus miradas ni su asombro mezclado al mío. Y de tanto seguir como si nada, y sin saber qué pasaba exactamente, se abrió un capítulo de mi vida al que titularé en mis memorias, cuando las escriba, la vida como si nada. Mucho tiempo después vi que eso era un ejercicio de acting que hacían en muchas escuelas de teatro, como tener una cámara encima y seguir “como si nada”, pero eso es otro cantar.

Entonces no sabía en qué consistía exactamente esa anomalía que sentí y precisamente por eso creí que solo yo había entrado en esa película; que solo yo -y para nada las demás- me daba cuenta de algo… pero lo que ocurrió, ahora creo que lo sé, es que entonces no me di cuenta de nada salvo de que me daba cuenta de algo. Al encajar mi cuerpo en ese traje, que era para mí como un tubo, como una funda, una mortaja o un traje espacial, y al repetir ciertas opresiones aquí y allá, la respiración se me había hecho más y más dificultosa, y, como si volviera a cuando era pequeña y no sabía hablar, cuando no hay palabras, sentí que alguien había estado ya en mi cuerpo. Afortunadamente, no recordaba nada.

 

Photo Credits: Sara de S. Martín
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“Mi” cuerpo… ¿de quién serán los cuerpos?”, me preguntaba yo.

Las chicas me miraban solo porque yo las miraba fijamente, paralizada, desbordada con un no sé qué. Por fin me puse el traje y el lector lo entenderá como quiera –o como pueda- pero desde entonces no me lo he quitado. Ahora mismo escribo con el traje puesto. Así era yo, vestida de flamenca, de gitana o de sevillana; lunar en la mejilla, rizo en la frente, y así soy: icono-parasitada para los restos.

La anomalía me trajo sinsabores, pero me dejó también una estela de nuevos placeres: ni sí ni no, ni esto ni lo otro, ese o aquel, esto o lo otro…gusto y miedo, el placer de la indefinición, de la ambigüedad, de la ambivalencia, cuando no dices nada porque no hay lugar ni sitio ni posibilidad de expresar con exactitud “eso” que no es ni “esto” ni lo “otro”. Por eso llegué a convencerme tan fácilmente de que, en realidad, no me pasaba nada, absolutamente nada. Y así he sobrevivido hasta hace poco. A Lupe, que era una chica muy sevillana, muy barroca, y guapa a más no poder, le robé años más tarde esa palabra que los españoles dicen constantemente: “nada”.

“¿Qué tal Lupita, qué tal anoche?”, le decía, y siempre me respondía: “Hija, nada, muy bien” o “Pues, nada, todo fenomenal” o “Nada de nada, mujer, tanto lío para nada; si no era nada…” “Bueno, pues nada”, le respondía yo, “nada, a dormir”.

Y fue ella la que al verme tan rara aquel día medio traspuesta después de lograr embutirme en el traje verde como una longaniza, la que me cogió del brazo y me susurró al oído: “No digas nada, haz como si te dejaras llevar al cuarto de baño y sígueme, que te voy a enseñar los ojos postizos de mi padre. Son de cristal; se los hacen en París”.


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