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Lorena María Velásquez Briceño - ViceVersa Magazine
Lorena María Velásquez Briceño - ViceVersa Magazine

Un discurso alternativo al fenómeno de la violencia en Colombia

A propósito de Las formas de las Ruinas (2015), de Juan Gabriel Vázquez.

Juan Gabriel Vázquez es una de las voces de la narrativa contemporánea colombiana más prolíficas y reconocidas por su versatilidad en la escritura. Ha publicado una amplia obra narrativa que se ha caracterizado por una tendencia a lo histórico tanto en el relato corto como en la novela. Se internacionaliza en el 2011 con su novela El ruido de las cosas al caer, que muestra no solo un apego a la tradición de la narrativa de la violencia sino un tratamiento novedoso del tema. Para Vázquez, ya no importa la hiperbolización del evento violento o de sus actores, su búsqueda es a esa genealogía de lo colombiano, al pasado histórico que los hace ser lo que son en esa violencia: hombres en la búsqueda de identidad y arraigo que han perdido en medio del enfrentamiento de los dos bandos en constante disputa: liberales y conservadores.

En El ruido de las cosas al caer (2015), Vázquez nos presentó ya una noción que abre nuevos vericuetos a la narrativa de la violencia: la idea de una cicatriz que no solo es la marca corporal de un individuo sumido en el contexto violento, sino que es la marca psicológica y emocional que deja el conflicto a quien de alguna u otra forma es atravesado por él. En la búsqueda de vivir con ese estigma, el personaje principal (Antonio Yanmara) , transcurre todo el relato en una intensa búsqueda de sí mismo que no es más que la búsqueda de todos los marcados a través de los cincuenta años de conflicto armado. Ya en esta novela, Vázquez muestra una comprensión de su entorno que no habían reflejado sus contemporáneos con tal claridad: la comprensión, aceptación (más no olvido) de su pasado como herencia en su presente, idea que no se detiene allí sino que se revitaliza en La forma de las ruinas, publicada posteriormente en 2015.

El enfrentamiento a las primeras páginas de La forma de las ruinas inmediatamente sumerge al lector en una duda razonable y simple: lo narrado es ¿realidad o ficción? Si nos remitimos a la verdad ontológica de la literatura como acto creativo, no hay duda posible ante cualquier texto que reconozcamos como literatura. Pero, cuando en las primeras páginas Vázquez se identifica como narrador-personaje y desde su posición asume contar los hechos, que son además hechos históricos del país, y los apuntala con evidencias físicas, cabe naturalmente la duda que se ha planteado en un comienzo.

En su artículo Fragmentos de memoria perfeccionada, el propio Vázquez reflexiona sobre la escritura de la novela como “ el arte de convertir los recuerdos reales en recuerdos inventados” y en el proceso, “reemplazar nuestra memoria privada, individual y limitada, por la particular manera de recordar que tiene la literatura, cuyo rasgo más extraño es el de formar parte de eso que llamamos inconsciente colectivo mientras nos provoca la ilusión de estar hablando de nuestra vida más íntima”. Lo que nos deja entrever entonces que la construcción de esta novela está pensada a partir de una reinterpretación de los hechos no con el fin de fantasear sobre ellos como algo externo sino, como parte de lo que se es como individuo.

Así se nos presenta entonces un Vázquez, que desde un relato autobiográfico novelado, narra cómo es su encuentro con la parte de la historia de los colombianos que parece ser el origen de esos conflictos acérrimos entre los dos principales bandos políticos del país: el asesinato de Rafael Uribe Uribe, senador liberal cuyo asesinato (en 1914) conmocionó no solo a la Bogotá de la época, sino que marcó un sino funesto en quien sería luego la figura contemporánea del liberalismo que correría con la misma desdicha e influenciaría toda la tradición social, histórica y cultural de Colombia hasta hoy: la muerte de Jorge Eliecer Gaitán (en 1948).

Es así como Vázquez nos introduce de forma detectivesca a la investigación no solo de la muerte de Gaitán y posteriormente, al asesinato de Rafael Uribe Uribe, sino a la construcción de un relato de la nación manifiesto en la necesidad de Carlos Carballo (un fanático) de conocer la verdad. Una verdad que lo lleva frenéticamente a perseguir a Vázquez con la intención de que este lograra, con su pluma, dar forma a lo que según él sería la verdadera historia oculta tras los intereses del Poder.

El autor y a la vez, narrador de parte de la obra, hace gala de su amplio conocimiento sobre la historia política colombiana y exhibe como tesoros notas de periódicos, fotos y demás objetos que fungen como testigos de esa historia de la que todos participan sin saberlo y que llegan a él gracias al Doctor Francisco Benavides, quien es una suerte de guardián del pasado que su padre (forense al que pertenecen los objetos en cuestión) le ha heredado. Esa herencia de padre a hijo entre Benavides y su padre, la transmite Benavides a Vázquez: el primero entrega al otro las huellas de la historia, lo hace consiente de que es parte de ese pasado del que ha estado ausente como migrante (Vázquez recién llega a Bogotá luego de una larga estancia en el extranjero) y como escritor (ya que no se hace partícipe de una escritura abocada a la recreación de los hechos pasados).

De hecho Vázquez no está del todo consiente de ese legado y tampoco quiere hacerlo parte de su realidad (no quiere nada que enturbie la placidez de su reciente paternidad), sabe bien que “nadie está nunca a salvo (…)” de la violencia en Colombia. En la novela, él mismo reflexiona sobre la urgencia que tomó su ejercicio literario para tratar de digerir esa época de incertidumbre que vivía cualquiera que caminara la Bogotá de finales de los ochenta y principios de los noventa y cómo esto detonó la escritura de El Ruido de las cosas al caer:

“ Fue un año y medio recordando esos días sin parar, un año y medio pensando en esos muertos(…) Pero sobre todo pensando en nosotros, los vivos, que seguimos tratando de entender lo que ocurrió(…)”

Por tanto, no es posible entender La forma de las ruinas como un proyecto aislado. Es necesario comprender que ambas novelas, con sus distancias, formulan un praxis para la comprensión del fenómeno violento; una suerte de decálogo de una literatura ganada a entender este pasado como un elemento formador no solo de lo que fue sino del presente y donde la literatura adquiere un rol fundamental: “se vuelve el espacio donde cuestionamos esa narración monolítica, donde contamos la otra versión, nuestra versión”

La forma de las ruinas intercala la autobiografía del autor con teorías conspirativas que convierten la historia contemporánea de Colombia en un relato apasionante; una novela que busca saldar los silencios del discurso oficial de la historia y de quienes han estado en el poder convirtiendo a Carlos Caballo en un creyente fiel de las conspiraciones con cierto tinte paranoide capaz de vislumbrar una contra-historia que es capaz de vincular los asesinatos de los líderes colombianos con el magnicidio a J.F Kennedy.

Sin duda, esta novela pone en tela de juicio las fronteras de la realidad y la ficción y nos recuerda planteamientos como el de Josefina Ludmer, de escrituras capaces de traspasar lo literario y lo histórico en su capacidad de reformular la categoría de realidad. La realidad pasada y presente de todo colombiano parece estarse redefiniendo en obras como la de Vázquez.

En todo caso, la lectura a La forma de las Ruinas a la luz de nuestros días resulta, no solo para los colombianos, sino para todos los latinoamericanos, una forma de verbalizar un proceso que vivimos ante las políticas actuales: esa sensación de extranjería o casi de orfandad ante las ciudades y naciones que habitamos y ya no reconocemos por la hostilidad a la que nos someten para poder habitarlas. En última instancia, la apuesta de Vázquez nos orilla a replantearnos la identidad desde la capacidad de vincularnos de nuevo con nuestra tradición y nuestra historia para construir el presente y apuntalar el futuro de lo que somos.

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