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fabian soberon
Photo Credits: brando ©

Un día en Bordentown

a Marcy Schwartz

En uno de los muchos corredores de la Universidad de Princeton hay un enorme monumento verde, de cobre. Tiene dos o tres veces el tamaño de una persona.

Desde lejos, Bruno me dice que es una especie de pileta parada, una cosa deforme. Los árboles permanecen impasibles frente al frío sol de otoño. Los ómnibus van y vienen. Cada tanto, pasan los estudiantes en los senderos elitistas de la Universidad. Cuando estamos al lado, Bruno corre y roza un borde verde. Me acerco al cartel que está adosado al piso. Leo: “Oval with points, Henry Moore”.

Bruno gira y gira y busca el sentido. Prueba en subir con una pierna. Luego con la otra. Me pregunta qué es ese objeto. Lo mira, lo estudia como si fuera un juguete desproporcionado. Se ríe y me dice que es un paragolpes o un pasamanos. Agrega: no es un ocho. Eso es muy fácil.

Pienso en qué hubiera dicho el célebre escultor Henry Moore sobre la interpretación de Bruno. ¿Qué es el arte? ¿Qué relación tienen los niños con el arte? Para ellos no es un asunto sagrado ni solemne. Rápidamente le dan otra vuelta de tuerca. Piensan las cosas en relación directa con el juego.

Levanto la vista y dejo que el sol me pegue en la cara, como si pudiera ayudarme a evitar el curso de la realidad. Pienso en el sentido lúdico del arte. Los objetos adquieren otra función si jugamos con ellos.

En un auto gris y brilloso, Marcy Schwartz nos lleva por el valle breve que conecta la Universidad de Princeton con Bordentown, un pequeño pueblo lleno de casas bajas. Al lado de la casa de Marcy, pasa el esplendoroso río Delaware, el mismo y el otro que bordea Filadelfia. ¿Cómo podemos ver las aguas idénticas en territorios diferentes?

En el jardín de Marcy hay un gato que trae en su boquita tímida la caza del día: una especie de pequeña ardilla muerta. El gato ronronea y juega con el cadáver diminuto. Marcy se sorprende y nos cuenta que nunca hace eso, matar a una ardilla. Lleva en sus manos generosas la bandeja con las salchichas y las hamburguesas y el humo oloroso me estimula.

El esposo de Marcy enseña Historia de África en la Universidad de Filadelfia. Es un hombre alto y simpático. Dialoga con Marcy en su límpido inglés mientras Marcy organiza las tareas de la cena.

A la hora de sentarse, Sam se acomoda y contempla en silencio los objetos y los enseres de la mesa. Luego se levanta y coloca un disco en el equipo. Suena una música estridente y un cantante alterna en la letra el español y el wolof, una lengua indígena de Senegal. Con cuidado y pasión, Sam explica el sentido y la fama de la canción mientras devoramos las salchichas.

La noche marcha de maravillas. La luna ya está puesta en el cielo tranquilo y los millares de vehículos componen su sinfonía del ruido en la carretera que pasa al lado del tumultuoso río Delaware. Yo casi no escucho el ruido, dice Marcy. Estoy acostumbrada.

Sam sigue con un dedo el ritmo en la mesa. Es Laba Sossech, un músico de Republic of the Gambia, cerca de Senegal, aclara Sam. Laba tuvo treinta y cinco hijos y nueve mujeres.

Todos nos reímos. Festejamos, de alguna manera, la lujuria y las costumbres diferentes.

Mi esposa se levanta y atiende a Catalina. Al rato, luego de una pausa con historias pasadas y un análisis comparativo de los estudiantes universitarios, Marcy va hacia la cocina y nos convida unos brownies recién hechos. Nos dice que siguió la receta de su madre.

La música termina y Sam pone un nuevo disco. La trompeta estalla y el ritmo africano nos envuelve. La primera que sale a bailar es Catalina. Después se suman Marcy y mi esposa. Y al final empiezo a mover mi cuerpo cansado.

Sam está compenetrado con la letra y la melodía. Golpea la mano sobre la mesa. El ritmo es un corazón solidario y contagioso. Se levanta rápido y vuelve con un álbum de fotos. Ahí están Laba y los otros músicos junto a él. Las fotos tienen un tono sepia que ostenta el paso del tiempo, ese señor descortés que devora todo lo que roza con pie equitativo.

Esas fueron tomadas en Senegal cuando Laba aún vivía, dice Marcy. El aire se tiñe de melancolía. Es la sombra de la muerte con su abrigo inescrutable.

Pero la música sigue y el baile se instala como el ritmo necesario y alegre. Todos bailamos: la vida es un carnaval momentáneo que nos permite esquivar, por unos instantes, la daga irrefutable del tiempo.


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