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Salvador Marinaro

Un día de reyes

Marta está despierta pero todavía no quiere levantarse. Es el quinto día desde que llegó a la casa de su madre y no reconoce su antiguo cuarto. Mira las estanterías con muñecos viejos, las cortinas que tapan las persianas y se pregunta si su cuarto fue siempre así: oscuro y deprimente. Hoy prefiere pensar en otra cosa, va a cocinar pancakes para sus dos hijos, después los va a llevar al shopping para que compren lo que se les antoje. Se pone de pie, abre las persianas de par en par y siente la luz cálida que se derrama en el cuarto. Piensa que los buenos días empiezan así, con mucha luz.

Se viste con la pollera azul y la remera que usó para dormir, promete cambiársela después de cocinar para no manchar la blusa nueva. Sale al pasillo que une su habitación con la de su madre, baja las escaleras, cuidando no hacer ruido. En el piso de abajo, cierra la puerta de la salita donde duermen Ceci y Marcos. Su madre con un mate en la mano la mira como si hubiera encontrado un trapecista por la puerta de la cocina.

—¿Qué hacés despierta? —Marta la calla con un dedo y señala la salita—. ¿Qué pasa? —dice la madre.

Marta pone los ojos en blanco,  le contesta en voz baja que va a arruinar la sorpresa que tiene preparada para los chicos. Ellos todavía están dormidos.

—Ah. Está bien —dice la madre y, parada en la puerta sin moverse, mira cómo su hija busca debajo de la mesada un bol, un paquete de harina, un tarro de azúcar y pone todo sobre la mesada el mármol.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunta y Marta saca un par de huevos de la heladera, los rompe contra el borde rígido del bol.

—Pancakes. Bajá la voz

—¿Y eso qué es?

—Algo que les gusta a los chicos.

—¿No querés que te ayude?

Marta los quiere hacer ella misma. Le repite que pasó la noche viendo programas de cocina para saber exactamente lo que le gusta a sus hijos. “Esta es una receta para los más chicos”, había dicho la ama de casa sonriente que sale en la televisión los sábados a la noche.

—Como quieras —dice la madre y se va de la cocina.

—No hagas ruido.

Cuando está sola, Marta sigue la receta paso a paso. Mezcla los ingredientes y tapa la licuadora con el repasador. Reparte porciones de la mezcla en una sartén con manteca que silba. La mezcla se va coagulando hasta ser un óvalo marrón y blanco con olor a manteca y una textura gelatinosa. Arma pilas de pancakes en dos platos, guarda los más prolijos para ponerlos en la punta y cuando termina de cocinarlos, espolvorea cada pila con un tarro de azúcar. Pone un dado de manteca en la punta. Luego, toma los dos platos con cada mano para llevarlos al comedor. Empuja la puerta de la cocina con la cadera. Sentada en la mesa, la madre le pregunta si quiere un mate.

—Esperá.

Acomoda los lugares donde Ceci y Marcos van a sentarse. Pone un plato y otro, después el tenedor, endereza los cuchillos. Cuando la mesa parece una postal sacada de la tele, solo interrumpida por la abuela que lee una revista con el camisón corrido, abre la puerta de la salita de par en par. Las ventanas tapadas, la ropa en el piso, el short de Marcos colgando de uno de los veladores y las zapatillas rosas de Ceci en extremos opuestos dan la sensación de un campo minado. Hace cinco días la salita se transformó en un dormitorio para que los chicos tuvieran su espacio. Ceci y Marcos, repartidos cada uno en un sillón, se retuercen con el ruido de la puerta. Marta se acerca, dice que tiene una sorpresa para los dos. Marcos se enrosca sobre las sábanas que se desprenden de los almohadones de cuerina.

—Les tengo una gran sorpresa —repite.

—¿Qué sorpresa? —pregunta Ceci bostezando.

—Primero, vístanse —Marta busca el pantalón de la nena, lo enrolla y se lo pone sobre el pijama, la remera de voladitos está detrás del otro sillón. Como su hijo no da señales de levantarse, lo destapa y busca la ropa hecha un bollo sobre el velador.

—Ya va, ya va —le contesta Marcos, mientras su madre amenaza con ponerle el pantalón. Marcos se sienta en el borde y estira un brazo para agarrar el control remoto apoyado sobre la mesa ratona.

—No prendas la tele.

—¿Por qué?

—Porque no —le dice.

—¿Y qué pasa si la prendo? —Marcos, con el pelo revuelto y la remera corrida sobre el hombro, sostiene el control remoto en un gesto de hombría, sin apretar un botón ni apoyarlo sobre la mesita.

Marta entiende el movimiento de Marcos y le responde al pasar, mientras toma con una mano la remera de Ceci que se deja vestir sin resistencia.

—No vas a disfrutar los pancakes.

Marcos no baja la guardia, pero se lo ve tentado. Marta sabe que en el momento después del desayuno comenzará un día distinto: los pancakes, el shopping, los chicos riendo y una imagen que tanto necesitan como familia. Y quién sabe si, después de hoy, todo empiece a cambiar, porque los días felices marcan un antes y un después.

Marcos busca la ropa, en el camino alcanza una de las zapatillas de su hermana, y deja el control al lado de la lámpara con plafón de vidrio que la abuela prohíbe tocar. Cuando los chicos ya están vestidos, Marta indica el comedor con el gesto de la cocinera de la televisión: “La mesa está servida”. Los chicos se sientan a cada lado de la abuela, donde están los platos con sus cubiertos.

—¿Qué es esto? —pregunta Marcos.

Mira a su hermana que toma los cubiertos y duda si empezar a comerlos.

—PancakesComo en los dibujitos ¿Ven? Tiene la manteca arriba —dice Marta.

Marcos busca con el tenedor y el cuchillo una punta que sobresalga. Selecciona el de más arriba, lo pone en uno de los costados del plato, levanta el bocado con cautela y lo prueba. Después, escupe sobre el plato. 

—¿Y ahora qué te pasa? —dice Marta.

Ceci todavía no maneja bien los cubiertos, su madre los puso para conservar la simetría de la mesa, las porciones son desmesuradas para la nena. Ahora, Marcos continúa con sus caprichos y no entiende el juego que les está proponiendo, Ceci pasa la lengua por la pila y muerde uno de los pancakes. Marta espera el gesto de aprobación que dejará en evidencia a Marcos que sólo busca culparla por los días de encierro en esa casa. Pero la aprobación de Ceci se retrasa, dos, tres segundos más de lo esperado y, en su lugar, la nena frunce la cara, tensa la nariz y saca la lengua con una mezcla apenas cocida y humeante.

—¿Qué pasa? —repite Marta.

—Están salados —contesta Marcos—. ¿Son salados?

—¿Cómo que están salados?

Marta sabe que su hijo nunca los probó, pero también sabe que no son salados. Él debe tener una idea por esas torres doradas con una corona de manteca que aparecen en los dibujitos animados y representan el mejor desayuno posible para una mañana de fiesta. Quizás ni dulces ni salados, a lo sumo algo intermedio. Marta toma el tenedor de su hija y prueba un bocado de los pancakes, mastica y va a la cocina. Vuelve sosteniendo el tarro, lo pone en la mesa al frente de la abuela, como si fuera la evidencia de un crimen.

—¿Qué tenía esto? —le pregunta. La abuela, por primera vez desde que se sentaron, levanta los ojos de lo que está leyendo.

—Qué sé yo —le dice.

Marta pasa la punta del dedo por el tarro y se lo lleva a la boca.

—¿Por qué no me dijiste que tenía sal?

—Yo nunca uso ese pote.

Marta deja el tarro en la mesa y suspira. Después agarra los platos con los pancakes en un solo movimiento, los apoya uno sobre el otro y empuja la puerta de la cocina. Abre el tacho de basura y vuelca los pancakes. Mira las pilas apelmazadas todavía con la manteca a medio derretirse y respira hondo. Aún queda todo el día por delante, ahora los va llevar al shopping y que compren lo que se les antoje. En solo un momento, todo el mundo se habrá olvidado del episodio.

Vuelve al comedor, Ceci juega con los cubiertos en la mano. Marta les dice a los dos chicos que ya no importa.

—¿Qué cosa no importa? —contesta Marcos. Marta respira y cierra los ojos un segundo, todavía el olor de la manteca invade el comedor. Dice con calma que ella sabe muy bien que estos días fueron muy difíciles para los tres, que ella también extraña la casa y cómo las cosas eran antes, pero que hoy quiere que disfruten juntos. Hoy será un día de reyes.

—Sí, un día como reyes. Vamos al shopping, almuerzan lo que quieren y les compro lo que me pidan.

Cruzado de brazos, Marcos la mira. Él sabe -o eso intuye Marta- que de su respuesta depende el resto del día.

—¿Qué? ¿Hoy es el cumpleaños de alguien? —pregunta.

—No, no —dice Marta—. No entendés, hoy es un día especial para que disfrutemos juntos.

Ceci le ofrece la mano a su madre.

—¿Va venir la abuela?

Marta mira a la abuela, que abre la boca para responder, y ella, por encima de la nena, niega con la cabeza en un movimiento corto y nervioso. Movimiento que parece hecho por un gato.

—No, Ceci, ya molestamos mucho a la abuela.

—Pero yo quiero que venga.

—Pero no es molestia —la abuela responde sin cruzar la línea de fuego de Marta—. Me parece mejor que estén con su madre. Mañana, si querés…

—Así es. Ahora vayan a lavarse y nos vamos.

Marcos no se mueve. Marta le repite que va a comprar todo lo que él quiera, si se lava la cara, se peina y cambia de actitud.

—Así. No vas.

—Yo quiero ir así.

Marcos chista y entra al baño después de Ceci. Vuelve con el pelo lamido hacia atrás, con las marcas del peine que le separaron el pelo en fibras gruesas y brillantes. Los chicos se paran al frente de su madre a la espera de las siguientes instrucciones. Ella disfruta al ver que la obedecieron, que por fin el juego parece funcionar.

—Ahora sí: podemos irnos.

Se levanta, toma a cada uno de la mano y les pide que sean cariñosos con la abuela. Le dan un beso, la abuela se inclina sobre su silla para recibir los saludos y cuando los tres van hacia la puerta, le dice a Marta:

—¿Necesitás plata?

Marta decide responder al pasar, como si la pregunta no fuera un insulto. Le dice que no se moleste, que ella puede sola y no los espere a la hora almorzar. La abuela lanza un “diviértanse” y vuelve a sumergirse en las páginas de la revista. Los tres salen de la casa, toman el primer taxi que pasa. Marta indica al conductor la dirección del shopping, que no está lejos para ir caminando, pero quiere llegar cuanto antes. Los chicos se apoyan sobre el respaldo del asiento trasero, miran sin entender del todo lo que está pasando. Cuando el auto arranca, ella se da cuenta que todavía lleva puesta la remera blanca y estirada del pijama que no combina con la pollera azul. Pero hay que seguir adelante, hoy van a ser felices:

—Sé que los pancakes no estuvieron bien —les dice cambiando el tono de voz.

—Puaj —dice Ceci y desnuda la lengua.

—Ahora los voy a llevar a desayunar helado —hace el silencio de un maestro de orquesta.

—Yo no quiero helado.

—Bueno. En el shopping me decís lo que querés y lo compro.

—Quiero que venga la abuela —repite Ceci.

—Basta, chicos. ¿Que no saben disfrutar?

En las puertas de vidrio corredizas que dan la bienvenida al shopping, Marcos se detiene ante la gigantografía de una nueva consola de videojuegos. Marta toma de la mano a Ceci y le dice al chico que siga caminando. Los paneles se abren ante el movimiento y Marta siente el olor a desinfectante que marca la frontera hacia un mundo de alegría y diversión. Marcos los retiene, las imágenes de animales salvajes saltan desde la consola de videojuegos y bailan al compás de la puerta corrediza. Un paso adelante, Marta y Ceci de la mano cruzan el umbral. Adentro, ella se siente aliviada.

A esa hora de la mañana, una pareja de ancianos elige una cámara de fotos, dos adolescentes con el uniforme de una cadena de hamburguesas caminan rápido y un empleado de camisa gris, montado en una pulidora, lustra el piso.

—Tenemos el shopping para nosotros solos —dice Marta y sin sacar el tema del desayuno camina en dirección a la heladería. Su hijo se entretiene con las vidrieras de computadoras y celulares. Al frente de un mostrador tapizado de fotos con helados cubiertos de chocolate, ella se agacha para hablarle a Ceci y señala el pote más grande que venden. Ese que tiene trocitos de galleta y confites de colores. Ceci da un gritito. Marcos vuelve a decir que no quiere helado.

—Entonces, ¿qué querés?

—Nada. No tengo hambre.

—Pero tenés que desayunar algo

—Está bien. Quiero una leche chocolatada.

Marta se acerca al empleado vestido como un lechero con delantal blanco y gorro. Le pide el pote de helado y una chocolatada. Leche chocolatada no venden, sólo helados y gaseosas. Piensa un momento, decide no continuar con la discusión y paga el helado y un vaso grande de Coca-Cola. Mientras los chicos están sentados en una mesa con sillas de plástico encastradas al piso, ella espera hasta que el empleado le extiende la bandeja con su pedido. Lleva el vaso de gaseosa y el pote con una cuchara enterrada en el chocolate derretido.

—No era lo que quería —dice Marcos.

—Pero si a vos te gusta la Coca-Cola.

—Quería una chocolatada.

—No hay leche chocolatada. Tenés que desayunar algo.

El chico se encoge de hombros, agarra el vaso de gaseosa, da un par de sorbos y lo pone sobre la mesa. Después mira hacia la puerta de entrada donde la consola de videojuegos da la bienvenida a una pareja con un carrito de bebés. Ceci devora su helado cucharada tras cucharada.

—No comas tan rápido, te va hacer mal —la nena no para hasta dejar el pote con las marcas de la cuchara raspando la base. Marta no se detiene ante la cara de Marcos, el gesto de satisfacción de Ceci ya vale por sus dos hijos.

—La siguiente parada…Fantasy Land —dice y se pone de pie. Lleva a Ceci sin ver qué hace Marcos, tarde o temprano el chico va a seguirlas.

Marcos empieza a caminar rápido y dice cuando las alcanza:

—Después volvemos a la casa de la abuela, ¿no?

Ella siente que a su padre no le debe hacer estos escándalos. Se los hace a ella que debe refugiarse en lo de la abuela, mientras el otro les niega entrar a la casa, sacar la ropa o los útiles del colegio. Se los hace a ella, porque el chico también es un hombre y entre los dos se entienden, complotan para dejarla fuera. Sin su casa, sin sus cosas y con los ojos vigilantes de su madre que la siguen a todos lados y la culpan de haber perdido a su marido. Y, ahora, el chico la evalúa y, a través del chico, también la evalúa el otro. Le contesta que pagará cuantas fichas quiera, si para un segundo.

—¿Parar qué?

—De hacer esto.

Marcos le dice “está bien” en voz baja y camina lento. Ella piensa que el chico es al fin y al cabo hijo de su padre. Pero prefiere pensar en otra cosa. Ahora, se van a divertir en Fantasy Land. Caminan callados por el pasillo de mármol hasta la puerta del salón, donde los recibe un ruido de videojuegos, autitos chocadores y risas grabadas. Un cartel de letras brillantes titula Fantasy Land con dos estrellas gigantes.

Le da un billete grande a Marcos, que entiende la misión y se pierde detrás de los jueguitos. Ella le pregunta a la nena si quiere que jueguen juntas. Ceci se agarra la panza y dice que quiere irse con la abuela. Marta la sienta en un unicornio de plástico, con los ojos azules y las crines rosas. Pone las monedas de a una y el unicornio empieza a moverse al ritmo del Cascanueces. La nena se aferra del unicornio. Ella también parece un muñeco de plástico que se bambolea sin fuerza hacia delante y hacia atrás.

—Me-du-e-le-la-pan-za —dice Ceci.

—¿Qué?

—ME-DU-E-LE-LA-PAN-ZA —dice y sin que su madre reaccione, ella se levanta del unicornio con las manos en la boca. Marta intenta sostenerla cuando la nena vomita ante los ojos del unicornio y la sonrisa de un pulpo sonriente. Una manca marrón mezcla de chocolate derretido, helado de vainilla, confites y pancakes se esparce sobre el mármol. Marta busca un pañuelo y le limpia la cara. Marta la apoya sobre su hombro para calmarla, pero no es suficiente, la nena quiere irse. Ceci se larga a llorar, Marta busca con los ojos a su hijo que está concentrado al frente de una pantalla apuntando con un rifle de plástico. Ceci llora con fuerza, le hace señas a Marcos que tarda en reaccionar: mira su juego, mira a su madre y vuelve a mirar la pantalla un segundo más. Después, deja colgando el rifle y camina de a trancos.

—¡Qué asco! —dice tapándose la nariz con el cuello de la remera.

—Nos tenemos que ir, Marcos.

—Pero estaba jugando.

—Tu hermana no se siente bien.

—Pero yo estoy jugando.

Marta acaricia la espalda de Ceci.

—Nos tenemos que ir.

—No es justo. Estaba a punto…

La nena se queja y llora con más fuerza. Marta, con una mano le palmea la espalda y se le ocurre una idea, que es como un bote salvavidas en el medio de un naufragio.

—Vamos a la juguetería y te compro lo que vos digas.

—¿Lo que sea? —pregunta Marcos.

—Lo que sea.

Entonces, Marcos dice el nombre de la más nueva, impronunciable y costosa consola de videojuegos que se haya inventado. La que vio en la puerta del shopping.

—¿Eso querés realmente? —pregunta Marta y siente que su hijo la está poniendo a prueba.

Marcos vuelve a decir el nombre de la consola y Marta contesta “así será” y camina decidida hacia a la juguetería. Lleva a Ceci apoyada en el hombro. Marcos sonríe con satisfacción y la nena parece calmarse, mecida por los pasos de su madre.

En la vidriera de la juguetería, ella ve la consola cubierta de letras doras y rodeada por animales recortados en cartón. Más abajo, está el precio. No importa, piensa, lo va a pagar cuando llegue la primera cuota del padre. Se imagina el instante cuando Marcos rompa el envoltorio y disperse los restos del papel entre el piso de la sala y sonría como si fuera una navidad adelantada. Eso es lo que más necesita en el mundo, adelantar la navidad.

Apoya a Ceci en un banquito al frente de la juguetería, le pide a Marcos que cuide a su hermana por un momento. El chico ayuda a sentarla, se ha vuelto obediente, coopera con paciencia y tranquilidad. Marta camina rápido, siente el pitido de la puerta cuando entra. El vendedor está detrás del mostrador, sin saludarlo, le pide que traiga la consola envuelta para regalo con un moño.

—¿Va a pagar en cuotas?

Va a pagar en cuotas. El vendedor se sumerge detrás de los anaqueles, busca y saca una caja que duplica el tamaño de la consola, curvas de colores rodean el empaque que dibuja una llanura salvaje. Con dos movimientos envuelve el regalo, le pone dos tiras rojas y cruza el moño en la parte de arriba. Abre una bolsa (donde podría entrar Ceci) y la pone al frente de Marta. Ella ofrece a cambio su tarjeta de crédito. Con precisión, el vendedor pasa la tarjeta por la ranura de la computadora. Marta mira a través de la vidriera dónde están los chicos y apenas distingue un brazo de Marcos sobre los voladitos de Ceci. Marta no entiende por qué el vendedor tarda tanto. Se escucha un bip cortante y sonoro.

—¿Tiene otra tarjeta? —dice el vendedor.

—¿Qué pasa con esta?

El vendedor vuelve a pasarla y suena el mismo bip sonoro. Cortante. Le dice con amabilidad que esa tarjeta está cancelada. Marta mira para todos lados. Los anaqueles de vidrio están repletos de autitos, muñecas, aviones de juguetes. Revuelve la cartera y el vendedor con un movimiento esconde la bolsa de regalo en la oscuridad del mostrador. Ella escarba hasta encontrar en el fondo de la cartera la tarjeta de esa cuenta donde guardaba la plata para irse de lo de la abuela y alquilar algo chiquito por su cuenta. Un departamento donde vivir los tres después de que esta pesadilla haya terminado. Pero ya no importa nada de eso. Su hijo tiene que ser feliz, aunque sea ese instante.

Ante la cara de Marta, el vendedor acelera los pasos. Le extiende el recibo y el paquete con la consola. Marta sale del local y mira a sus hijos sentados en el banquito: Marcos carga a Ceci con ambos brazos y trata de calmarla. Entonces, Marta deja la bolsa apoyada, se sienta en el piso y se larga a llorar.

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