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esteban ierardo
Photo by: Rüdiger Stehn ©

Un descubrimiento egipcio

En medio de esta era de angustia pandémica, un grupo de arqueólogos encontraron numerosos sarcófagos intactos y sellados de hace 2.500 años, en una excavación en Saqara, en un pozo de 11 metros de largo, entre estatuas del antiguo dios egipcio Seker.

En 1922 el arqueólogo inglés Howard Carter había descubierto la tumba, casi intacta, del faraón Tutakamón, en el Valle de los Reyes. El impacto de ese hallazgo dio a la cultura del Antiguo Egipto una gran difusión popular. Y en el siglo XXI parecía que los grandes descubrimientos con aire a tumbas, faraones y pirámides no volverían a soplar en el desierto egipcio. Pero no fue el caso…

El 6 de octubre de 2020 fueron exhibidos a la prensa mundial 59 sarcófagos que pertenecieron a sacerdotes y escribas de la vigesimosexta dinastía. Los ataúdes de madera se hallaban totalmente cerrados. No se habían abierto desde el lejano instante de su entierro.

Las momias se encuentran en “perfecto estado” por las condiciones de sellamiento de la tumba. Pero este no fue el primer gran descubrimiento desde el que antes mencionamos de Howard Carter. En octubre de 2019, se habían hallado ya treinta ataúdes de madera en Al-Assasif, una necrópolis en el Alto Egipto, cerca de Luxor.

El período de datación de los sarcófagos nos remonta a cinco siglos antes de Cristo. El rey de Persia Cambises II de la dinastía aqueménida invadió Egipto en el 525 a.C y lo convirtió en una nueva parte de su imperio. Los egipcios expulsaron a los invasores luego, en el 404 a.C.

Los sarcófagos recuperados contienen los restos de personajes que vivieron en esos tiempos turbulentos. Pero frente a los ataúdes que impresionan por su estado de conservación, y al asombro por el descubrimiento, quizá debiéramos preguntarnos por el sentido de los restos de un pasado milenario. Porque los sarcófagos y las momias contienen cápsulas del tiempo que nos piden hacer la pregunta por la concepción del mundo del antiguo Egipto, por el modo cómo esta civilización imaginó la muerte.

En el horizonte del pensamiento antiguo, los egipcios elaboraron una sofisticada visión del más allá. El alma sobrevivía al cuerpo y mediante un viaje ritual podía acceder a la inmortalidad. Para que dicha travesía de ultratumba fuera posible y exitosa era condición previa la conservación de los cuerpos. Trasfondo materialista del imaginario metafísico egipcio. La sequedad del desierto había demostrado ya la posibilidad de preservación de los cuerpos despojados de la humedad que provoca la putrefacción y descomposición.

En una réplica artificial del desierto que preserva los cuerpos, los antiguos egipcios elaboraron importantes técnicas de momificación. Luego de la muerte, el Ka o fuerza vital sobrevive, y el Ba, el aspecto de movilidad y fuerza anímica del muerto, representado como un ave con cabeza humana, sale de la tumba durante el día y vuelve al cuerpo del difunto en la noche. El libro de los muertos, del que luego hablaremos, contiene 154 sortilegios para preservar el cuerpo del fallecido, y algunos de ellos debían recitarse durante la momificación.

​Dado que el Ba podía regresar al cuerpo la tumba era un nuevo hogar, en el que se alojaban necesarias ofrendas que reproducían parcialmente el mundo en vida del muerto. La comida era la ofrenda más importante, porque aún separado del cuerpo el Ka podía perecer de hambre.

​​Pero el destino del alma era el viaje al otro mundo, y era creencia extendida que, con la llegada de la noche, los difuntos comenzaban su viaje. Y el posterior renacimiento del día a través de la luz brillante del sol se asociaba con el renacer a una nueva vida, en un ejemplo de cómo la observación de los fenómenos naturales era convertida en un símbolo de muerte y resurrección.

Una de las formas de acceso al alter mundus (el otro mundo) eran los barcos, tal como con su barca el dios egipcio del sol Ra se proyectaba al inframundo en la noche. Muchos de esos barcos eran enterrados en la tumba de los faraones. De esta forma, la vida inmortal dependía de la colaboración de los vivos.

Otra variante para el ingreso al inframundo era también el propio sarcófago. Barcos para los faraones, y los sarcófagos para el común de los hombres, eran artefactos mágicos para el acceso al otro lado y a una eventual eternidad. Pero esto, nuevamente, dependía de la ayuda o consentimiento de los vivos. Por ejemplo, la decapitación de una persona la “mataba dos veces”, y destruía así su posibilidad de sobrevivencia. A los que se rebelaban o desobedecían a un rey, el camino a la nueva vida también le era negado.

No solo los vivos debían dar su consentimiento para el viaje de ultratumba sino también, y más importante, los dioses. Para continuar en su viaje cada alma comparecía ante un tribunal de cuarenta y dos jueces divinos en el salón de Maat. El muerto debía entonces llamar a cada juez por su nombre y hacer una “confesión negativa”, una declaración en la que negaba haber cometido pecados y haber respetado en vida el código moral de la sociedad egipcia. Luego de esa manifestación de pureza se le mostraba al difunto una balanza y la pluma de Maat (diosa símbolo de la justicia, la verdad y la armonía cósmica). El corazón del muerto debía ser pesado. Todo el proceso era conducido por Anubis, de cabeza de chacal, guardián de las tumbas y patrón de los embalsamadores, El resultado del pesaje era anotado por Tot, de cabeza de ibis, dios de la sabiduría, creador de los jeroglíficos, dueño de los hechizos mágicos, , patrón de los escribas, de las artes y las ciencias.

Si el peso del corazón se asemejaba al de la pluma de Maat, el difunto llegaba hasta Osiris, juez soberano del más allá, y accedía así a una nueva vida. Si esto no ocurría, el corazón era devorado por la diosa Ammit, con cabeza de cocodrilo, y el alma era destruida.

Pero el éxito de todo el viaje del difunto dependía también del poder mágico del lenguaje. El alma debía acudir a la fuerza de sortilegios, conjuros, palabras secretas, encantamientos, himnos y suplicas, grabados en los pasajes, antecámaras y cámaras en las tumbas en las pirámides, ya en el llamado Imperio Antiguo. Esas inscripciones procedían de una tradición de manuscritos funerarios, que incluyen los Textos de las Pirámides y los Textos de los sarcófagos.

La célebre expedición de Napoleón a Egipto produjo la primera versión moderna de los textos funerarios egipcios, en 1804. Y en 1842, el egiptólogo Karl Richard Lepsius, que exploró 67 pirámides y más de 130 tumbas de nobles, publicó un manuscrito de la época Ptolemaica al que le dio el nombre de El libro de los muertos, que se conserva hoy.

En el documental sobre el Louvre durante la segunda guerra mundial, Fracofonia (2015), de Sokurov, una momia es enfocada en su soledad, como si quisiese expresar que aun en el ordenado museo, ya nadie advierte su silencioso mensaje.

Y, ahora, decenas de sarcófagos del Antiguo Egipto, vuelven en medio del atribulado mundo pandémico contemporáneo. Aquellos ataúdes están marcados por esa fascinante cosmovisión del más allá que hemos recreado brevemente. Los flashes de decenas de fotógrafos con barbijos obteniendo su testimonio de la rareza, que sorprende y entretiene, solo por unos momentos. Luego, los ataúdes vuelven al silencio, no nos dicen nada. A no ser que nos preguntemos por su significado, por lo que representan, de modo de impedir que unas momias egipcias solo sean un breve destello de la banal sociedad del espectáculo.


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