Lo que si sabía es que cuando estuvo la muerte yo ya no estaba, del resto no supe nada, excepto las grandes señales celestes y doradas y una primera espuma de eternidad. Ya había comenzado el viaje, y era tal la inmensidad que no podía compararse o siquiera pensarse. No estaba solo, una legión de incorpóreos viajaba conmigo en idéntico silencio congelado. Todo era igual de lejano, pero ya estaban consignadas las dos o tres regiones y un destino, y al costado dejábamos girando la esfera que había determinado el veredicto. Sucedieron unas galaxias gigantes, cierta Andrómeda, unos agujeros negros que pululaban invitantes, y con cierto escalofrío nuestra antimateria grupal advirtió la Gran Vía Láctea, y casi enseguida un Sistema Solar, y antes que el tercer planeta y su especie legendaria se acercasen, no abandonamos el mutismo horrorizado, pero supimos para siempre que nos habían condenado al infierno.