Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Noëlle Supervielle
viceversa magazine

Ullpiano

Ullpiano se llamaba el cocinero de la Estancia. Entró a trabajar cuando yo era muy chica. Era alto, flaco, pelo negro y usaba unos anteojos gruesos que le daban un aire un poco tonto; sólo un aire. Cocinaba temprano para los peones, y más tarde preparaba para la familia los platos más deliciosos que devorábamos a la dos de la tarde cuando llegábamos de la Laguna muertos de hambre. No volví a comer “revueltos gramajos” como aquellos: las papas cortadas finitas, el huevo medio crudo y el jamón revolviéndose en esa suerte de “omelette”; cebollas rellenas cocinadas en un delicioso jugo de carne y verduras; fideos caseros amarillos y gordos que se deslizaban por la garganta, suaves; pastelitos hojaldrados de membrillo y dulce de leche para el postre y muchas delicias más. Terminaba con la cocina y salía al patio para ir a su dormitorio secando sus anteojos humedecidos por el calor de la enorme cocina a leña.

Nosotros sabíamos que sus compañeros se reían de él: por sus anteojos, por su manera de ser un tanto afeminada, y quizás por un poco de celos porque lo queríamos más que a ninguno. Cuando llegábamos al campo el primer día de nuestras vacaciones, lo primero que hacíamos era ir a saludarlo y pedirle para el día siguiente uno de sus manjares. Cuando le contábamos a nuestro padre la tristeza que nos daba las burlas que le hacían los otros peones, papá siempre nos decía: no se metan, son cosas de mayores y de eso me ocupo yo.

Pasados algunos veranos, cuando yo tendría unos 10 años, Ulpiano nos sorprendió con un nuevo oficio: el de fotógrafo. Había adquirido durante el invierno una cámara como las de aquella época. Era una caja cuadrada, con un rectángulo de vidrio pequeño por dónde se podía ver enmarcado el paisaje o las personas a quienes se quería fotografiar. Una tarde, en la que no pudimos salir a cabalgar porque se largó un chaparrón que nos arruinó el programa, doña Disparate, junto con el sol que apareció de golpe y corrió toda nube que pudiera hacerle sombra, se hizo presente en el jardín con Ullpiano siguiéndola a pocos pasos con cara de “ya van a ver”. Por supuesto que ella ya conocía el secreto del cocinero. Quién más si no ella habría sido la primera en saber la novedad tan importante que tenía Ullpiano. Él se sentía muy orgulloso con su caja en alto, explicando qué tipo de fotos podía sacar y nos preguntó si queríamos ser sus primeros modelos. Por supuesto que todos dijimos que sí.

En ese momento, volvía la peonada de recorrer el campo. Al pasar y admirarse de esta situación, empezaron los insultos: “Miralo al mariquita, miralo. Ahora se las da de fotógrafo. Y estos gurises le siguen la corriente”. Uno de mis primos que ya veía que mi hermano empezaba a insultarlos en defensa de nuestro querido Ullpiano, lo agarró del brazo, le tapó la boca y le hizo recordar las palabras de papá. Obviamos después este mal rato y seguimos con nuestra maravillosa sesión.

Su rollo tenía para sacar 24 fotografías. Posamos como dos horas en distintos grupos, solos o solas, en asociaciones más o menos numerosas, sonriendo o poniendo caras de circunstancia.

A los pocos días Ullpiano se presentó con las fotos ya reveladas que le había traído el mayordomo del pueblo.

No podría decir que fueran imágenes como las del gran fotógrafo Aldo Sessa las que nos presentaba nuestro joven cocinero. En algunas no se podían no distinguir las caras de los protagonistas: estaban muy borroneadas. Pero eso no nos importó. Las fotos nos parecían divinas y peleábamos por la posesión de una o de otra. Algunos días después, cuando Doña Disparate llegó con la novedad de que había que pagar el revelado y el rollo, nos quisimos morir. Echamos mano a nuestros ahorros y, muy callados, pagamos nuestras deudas sin pestañar.

Al año siguiente, se repitió la función de las poses. Esta vez, Ullpiano había cambiado de máquina, y cuando trajo las fotografías reveladas, en blanco y gris, ya se podía distinguir las caras de unos y otros, y hasta determinar si sonreíamos o si teníamos expresiones melancólicas o de haber sido tomados de sorpresa. Ya estábamos advertidos de que había que pagar, así que no tuvimos ningún problema.

Año tras año teníamos una tarde en el verano que era dedicada a posar y a sentir la emoción cuando Ullpiano aparecía con el alto de fotos de descubrir cómo habíamos salido esta vez y cuánto había progresado nuestro querido cocinero-fotógrafo. Nunca olvidaré aquellas deliciosas tardes dónde todos nos creíamos Audrey Hepburn, Clark Gable o Gary Cooper posando para la Metro Goldwyn Mayer.

Una noche, cuando estábamos comiendo, sonó el teléfono. Llamaban del pueblo cercano al campo. Ullpiano había sido golpeado por los peones de la Estancia después de una disputa en la cual él por primera vez se quiso defender. Estaba mal herido en el hospital. Papá, sin pensarlo, fue a buscar su tapado, las llaves del auto, y se fue directamente a ver cómo estaba Ullpiano. No quiso oír los reclamos de mamá: “esperá hasta mañana, es de noche, es peligroso, por favor andá despacio”. Nosotros no parábamos de llorar. Nos dormimos tarde en la noche. Esperamos ansiosos la llamada de papá temprano a la mañana siguiente. ¡Qué alivio cuando oímos estas palabras!: “Ullpiano está muy golpeado pero fuera de peligro”. Por fin pudimos relajarnos y lanzar un suspiro de alivio.

La estancia se vendió.

Cuando yo tendría unos veinte años, y estaba con un grupo de amigas y amigos en la playa del balneario más cercano de la que había sido nuestra estancia, reconocí unos anteojos de vidrio gruesos y una máquina de fotos colgada al hombro. Ullpiano se acercó hasta donde estábamos. Él no nos reconoció. Al menos es lo que pensamos en ese momento. Nos trató con mucha cortesía pero como si fuéramos extraños. “¿Quieren que les tome unas fotos?”. Asentimos. Una vez terminada la sesión, agregó: “Pueden retirarla esta misma tarde en Av. Gorlero 45 donde está mi negocio”. Nos saludamos cordialmente y nos quedamos comentando que no nos había reconocido y que por qué no le habíamos hecho acordar quienes éramos.

Esa misma tarde, fuimos a recoger nuestras fotos.

Su negocio estaba en la calle principal del balneario. Muy bien puesto, exhibía imágenes de Mirtha Legrand, Amalita Fortabat, Leticia D’Aremberg y varios personajes del jet set puntaesteño. Él no estaba. El empleado nos entregó un sobre grande cerrado. Preguntamos cuánto era y él nos contestó: “atención de la casa”. Con la misma emoción que esperábamos las imágenes que Ullpiano nos tomaba hacía tantos años, abrimos el sobre. En un papel había escrito “Muchas gracias”. Y además de las fotos recientes (que por cierto estaban muy bien sacadas) nos regalaba varias de aquellas en blanco y gris más desdibujadas aún, no sé si por el paso del tiempo, porque su técnica todavía no era muy avanzada o simplemente porque las máquinas de ese entonces no permitían mayor nitidez.


Photo Credits: Dan Wright

Hey you,
¿nos brindas un café?