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arturo serna
Photo Credits: Thomas Claveirole ©

Túnel

a Luis Dapelo

Hace un tiempo escribí un relato sobre mi abuelo rojo y sus libros enterrados en el patio verde. Cuando anoté esos recuerdos, pensé que las ilusiones estalinistas habían sido propicias en la primera mitad del siglo XX pero que se habían convertido en pesadillas para el pensamiento libertario del presente. Un amigo comunista me dijo que era injusto con el comunismo, que eran ciertos los horrores del estalinismo pero que no eran menos terribles las atrocidades del neoliberalismo. Mi amigo es traductor, escribe con regularidad lúcidos posteos sobre las perversiones del capitalismo tardío y lo hace con fervor. Se llama Luis y vive en París. Nunca nos cruzamos en Buenos Aires. Sospecho que si lo hiciéramos tomaríamos un café temprano en La Ópera y hablaríamos hasta la madrugada lívida, en algún bodegón de Almagro o Villa Crespo. Sé que camina solo por los bulevares con el único propósito de la meditación. A veces se queda una hora, sin hacer nada, bajo el amparo de un farol o con el humo seco de un cigarrillo corto. Sé que disfruta al conversar con los escritores parisinos sobre los errores de la derecha más recalcitrante. No se lo he dicho: creo que los ejercicios con las lenguas le permiten disfrutar de las piruetas del pensamiento. En cierto modo, las volutas lingüísticas son una carrera hacia las calles filosóficas. Por eso creo que tiene cierta razón a propósito del neoliberalismo.

Ser anticomunista es un anacronismo. Todos sabemos que el comunismo es una pesadilla y un fracaso.

La forma más importante de resistencia es ser antineoliberal. La plaga de hoy es el neoliberalismo: es el origen del mal.

Nuestro diálogo sigue los canales digitales. A veces, recorremos los caminos más inciertos y menos convencionales: estiro mi brazo y brindo desde la boca del subte B por las coincidencias. Él no me ve pero me escucha. Confío en que el túnel de mi subte se conecta con la boca pedregosa y helada de St. Michel. Las palabras se deslizan por los huecos del tiempo. Suelo oír su voz como una música rasante que toca, suave, los adoquines. Es una conversación ciega a la distancia, como una respiración doble del pensamiento.


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