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Adrian Ferrero

Tríptico de París (Parte I)

Elegimos vivir en hoteles de Montparnasse. Sí, el barrio del Cementerio donde están enterrados Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Marguerite Duras…Es una opción entre la vida o la muerte (ideológica, quiero decir). La opción entre la vida de la cultura oficial o la de la libertad contestataria. Elegimos la libertad. No estamos hechos para las ceremonias. Al fin y al cabo somos escritores inconformistas. Con decirle que hasta la CIA me investigó. Se desclasificaron los archivos. Salió todo a la luz. Fue un escándalo. No tienen vergüenza. A Foucault también lo investigaron. Los hoteles de Montparnasse parecen una opción modesta. Por supuesto. Hasta los profesores universitarios más combativos de la Sorbonne se dan la gran vida. Lo sé porque lo he comprobado. Boris Vian hizo sonar su trompeta en el bar La Rotonde, justo en la vereda. Estaba tan borracho que se tambaleaba como un trompo. Nos reímos los cuatro. ¿se acuerda? ¿o está demasiado ebrio? Le susurro a Camus: “Releí Gargantúa y Pantagruel. Pero prescindí de Bajtín. Ese fue un invento de la Kristeva en los seminarios de Barthes. Lo presentó como su gran creación. Y pensar que él le dio crédito a la teoría de la intertextualidad. ¿O todavía no la había formulado por entonces? Ahora que se lo digo dudo. Entró por la puerta grande para ser búlgara. Quiero decir, una nación que no pertenece a la Vieja Europa. Es cierto que había estudiado en un colegio francés en su país, luego Lingüística en la Universidad de Sofía, también de Bulgaria, pero… Hizo buena carrera esa muchacha. Presiento que será la papisa que ya se está insinuando. De todas formas, nunca fue demasiado progresista. Una estudiosa en varios campos. Ambiciosa. Siempre alrededor de Barthes como un moscardón. De todas formas le resultará siempre indigerible la figura de Simone. “Es una intelectual faro”, dejó caer cierta noche Jorge Semprún en español, en una reunión social. Me lo susurró en ese idioma, para evitar chismes. Veníamos de una mesa redonda sobre política y literatura. Ellos habían hecho una exposición magistral. Pienso en el futuro de la literatura francesa. La teoría literaria les salía por las orejas a los escritores en un congreso al que fui invitado hace poco. Me  hicieron  pasar a una tarima. Pronuncié mi conferencia. No estaban interesados en la política. No les hablé de lo que esperaban. Había algunas mujeres que supe se dedicaban a estudios de género ¿A mí con eso? Todas esas tardes con Simone. Algunos incluso parecían ofendidos y los peores, impacientes por marcharse. Otros secreteaban como comadres. Seguro que me consideran un dinosaurio con eso de la literatura engagé. No faltaban los experimentales. Esos son los más insufribles. Suelen ser pagados de sí mismo. Respetan a poca gente. Le andan perdonando la vida a todo el mundo”. Camus me dice: “Leí un libro de Simone Weil. Lo reseñé para una revista de estudios helénicos” (susurra como pescado in fraganti en un delito de ladrón de guante blanco). “¿Estudios helénicos? ¿cómo es eso?”, pregunto azorado. Convengamos que entre la Renault y Aristóteles hay un precipicio. Sin embargo la combinación, además de resultarme desconcertante, me cautiva. “Prosiga”, le pido, anhelante. “Sí”, se explica Camus. “Simone Weil dejó un volumen póstumo de escritos sobre cultura griega clásica. El resto fue producto de un albacea lleno de codicia. Usted sabe. Se titula La fuente griega. La charla continúa. “Simone siempre anda haciendo papelones con la intimidad. Juega con fuego. Eso no la ha favorecido. Es incorregible. La han salvado su valentía y su talento. También su contracción al trabajo”. (Pensar que aquí caminan juntos dos Premios Nobel. Y un Jerusalén con un Goncourt). Montaparnasse está tranquilo a estas horas. Las últimas jovencitas salen de sus fiestas. Es el alba y no me había dado cuenta. La felicidad clara de la mañana. El sol que ensaya sus primeros brillos. Sus rayos comienzan a chicotear contra un parabrisas. Percibo sus destellos inaugurales. Nuestro destino será siempre la Rive Gauche. La guarida de los peores depredadores. Caminamos los tres por el Boulevard Raspail. París se despereza, da sus primeros bostezos, mientras a nosotros se nos cierran los ojos. Es hora de irse a dormir. 

Albert Camus, Argelia es una nostalgia

Hoy tuve treinta años.
Hoy tuve tres amantes.
Sé que es demasiado para un hombre casado
Pero no para un hombre con encanto.
Algunos llaman a eso sex appeal.
Es solo una mezcla de virilidad
con talento y una carrera literaria exitosa.
Resultan irresistibles para las mujeres
los literatos heterosexuales.
Escribí las últimas siete líneas
de una obra de teatro
Es triste, es cierto.
¿Por qué negarlo si en un lector
causarían zozobra?
Pero no es triste de un modo convencional.
Triste porque transmite
una cierta desazón,
parecida al hastío.
Ese sinsentido que le atribuimos al mundo
cuando ni siquiera las pequeñas cosas
nos consuelan.
¿Pero es que el arte?
Ha sido concebido para inquietarnos.
Para comenzar a hacerlo de modo elocuente.
¿No nació acaso como ese gesto nervioso
destinado a perturbarnos?
Uno puede experimentar la sensación
de que el mundo
no resulta estimulante.
Todo lo contrario de un día como hoy,
en que me atrevería a decir
que sentí vértigo
entre tanto olor a hembra.
Llevo el jugo de todas ellas
tatuado en el cuerpo.
Y bueno.
Eran tres tentadoras españolas
de una compañía de teatro
¿cómo resistirme cuando fueron ellas
las que literalmente se arrojaron sobre mí?
Se pusieron de acuerdo.
No eran pretendían competir.
Fueron al grano.
Una a la vez.
La casa está demasiado silenciosa.
Cuando entré con los zapatos
en la mano izquierda
(¡qué ridículo!),
la gata maulló,
vino al encuentro de una caricia.
Caminó entre mis piernas,
como mis amantes de hoy.
Es triste la casa.
Verdaderamente triste.
Argelia fue aquel lugar
que ahora es solo una nostalgia.
Allí jugué a la pelota, amé a la primera mujer
con el sol quemándome el rostro.
La hora incandescente
me sorprendía siempre
comiendo siempre un trozo
de pan con queso de cabra
Parecía moreno
de tan fuerte que me bronceaba
el sol de la tarde.
En ese momento
no pensaba en que existían
las amantes despreocupadas.
Francia era un país colonial.
El imperialismo
llegó a mi vida
cuando leí
eso que vagamente
la lectura crítica
nos permite discernir
entre el mundo de los poderosos
y el mundo de las víctimas.
Eso en el orden de todos los planos.
Llegó un día de mi vida
en que supe de qué lado de la vida
iba a estar parado.
El imperialismo
es algo así como los vampiros
y las doncellas lánguidas:
drenan su mayor tesoro.
En los peores casos
son violadas. Es atroz.
Creo que fue un día de sol,
en La Coupoule,
Tomé la pluma para nunca jamás
soltarla.
Fue el día en que decidí
que iba a ser escritor definitivamente.
No un filósofo sino un pensador.
Un dramaturgo: sí.
Un narrador: sí.
Los hombres y las mujeres
montados en un escenario
se moverían según mi decisión.
(“me siento todopoderoso”, le confesé
cierta noche a Francine antes de un estreno;
ella sugirió con tino que fuera más humilde).
Y respecto de mis principios, bueno.
Tuve la vehemente consciencia
como para el resto de mi vida
de que se convirtieran en convicción.
Dejaron de ser
la intuición inicial algo ingenua
con la que habían irrumpido.
Ahora con los zapatos en la mano,
dudo de tantas cosas.
Los libros en ocasiones nos salvan.
Cuando leo
siento que esos son
los momentos culminantes de la vida
en que uno no se arrepiente de nada.
Creo que tomaré uno.
Me introduciré entre las sábanas
con la precaución
de no despertar a Francine.
Leeré a Víctor Hugo:
el hombre de las grandes hazañas.
Me gusta el contrapunto
de mi pequeña escena doméstica
con sus abadías.
En esos momentos la vida
resulta más interesante.
La tostada del desayuno de mañana
tendrá el sabor
de los pensamientos metafísicos. Lo intuyo.
Sé que algo tramaré. Una hipótesis.
La rodearé de una cierta clase de pensamiento.
El más certero cuando uno busca
no naufragar cuando su vida
sin asumirlo
es una vendaval de verano.
Llamo a eso descontrol de las pasiones.
Acaba de amanecer.
Dormí apenas cinco horas.
Son las suficientes para sentir
que seguimos escribiendo
con cordura.
Continuaré
con esa cierta clase de tristeza.
Tal vez sea la mía
y no me he dado cuenta aún.
Será una buena forma de sentarme a averiguarlo.
Tomo la tostada en la mano derecha
y la hago girar.
Luego me arrepiento.
Retrocedo como si fuera un buitre.
Me marcho de casa sin desayunar.
Dejo la mermelada de naranjas
destapada sobre la mesada.
Francine duerme.
Es hora de sentir la frescura del amanecer
arrasándome el rostro y la garganta
como si me lo arrebatara.
Las mejillas sintiendo el manantial
de las primeras ráfagas del día.
La llamarada de la hoguera esencial.
La que crepita cuando estalla el magma
salpicándome
con las primeras palabras que escribo.
El borrador de un parlamento
de una obra de teatro.
“Action!”

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