Una rosa amarilla
Me remonto
monto en un corcel
que me conduce.
Conduzco un caballo azabache
que me lleva a retroceder
generaciones:
mis ancestros de Italia.
Esas otras partes del cuerpo
de que estamos hechos.
¿Recuerdan a la criatura inofensiva
del ambicioso Dr. Frankenstein?
Es que ha tenido
tan inmerecida mala fama
ese pobre ser
sin siquiera un nombre.
Han circulado tantas producciones infames
que son incontables.
Por mi parte
guardo de mis ancestros
las facciones,
la complexión seguramente,
los cabellos que han caído
(esas premoniciones de la muerte).
Otras personas que soy
y que ignoro cómo fueron
pero sí sé
que no fueron nobles ni notables.
Eso me halaga como una frase
deslizada en medio de un romance.
Me resulta vulgar la nobleza de sangre
(digamos)
con sus rituales de alteza
sus intrigas palaciegas
llenas de una fatuidad incorregible
como cierto anillo de ópalo
deslizado en el dedo equivocado
por un novio casto.
¿Dónde yacerán mis ancestros?
Lo ignoro.
Seré yo entonces
quien elija ese lugar sagrado
que será la otra cara de la moneda
de mi destino sudamericano.
Atravieso el Río de la Plata.
Atravieso el Atlántico.
Llego a un Mediterráneo celeste.
Hago girar las esferas perfectas.
Hay un néctar en el agua que bebo
como el ámbar de un vino Riesling
(“el más fino de todos los blancos”,
protesta el sommelier).
Estoy por fin en Italia
La degusto: Milán, Capri, Roma, Venecia,
Pisa, Turín, Verona.
Y me encierro bajo siete llaves
en un cuarto de hotel en Florencia.
Cosa curiosa:
tiene paredes anaranjadas
como un crepúsculo todo de fuego.
Acodado en un balcón
sobre un barandal de hierro
(él mismo una escultura)
contemplo el Universo de Florencia.
Distingo con los binoculares
que me regaló mi abuelo
estatuas, muros, bronces,
torreones, puentes, plazas, jardines,
La Catedral de Santa María Del Fiore
(llueve sobre ella
todo el azufre del Apocalipsis).
Desemboco por fin en el Arno.
Toda la ciudad está desierta,
como si la insensatez de Nerón
la hubiera dejado en llamas.
Una Florencia llena de un sol
como un cuadro
de Giorgio de Chirico.
Hay la peste en Florencia.
Sin embargo se sigue escuchando
el canto secreto de las fontanas
y las cornejas cenicientas
dejan escuchar su canto
pese a que nadie les arroje
miga de pan
Florencia.
Es que la he anhelado tanto
como a los bellos amores esquivos.
Ignoro con desdén sus museos,
esos lugares demasiado solemnes.
Abro la puerta intempestivamente
bajo corriendo las escaleras
parezco un relámpago, luego un trueno.
No me golpeo con el postigo
de ninguna ventana.
No estoy soñando.
Marcho al encuentro
de eso que son mis nervios
mi aorta, mi sístole, mi escápula,
mi cráneo todo, las tibias,
mis vigorosos vasos sanguíneos
que se inflaman cuando ven en un espejo
el rostro de esa estirpe de agricultores
que fueron mis ancestros.
Eso que soy y no sabía.
He burlado al tiempo
como a un ladrón
al que se le da un portazo
en las narices.
Regreso a casa quince días más tarde
con una rosa amarilla
que apoyo sobre la mesa de mi estudio.
Ignoro cuándo se marchitará
aún así seguirá latiendo.
Escribiré una multitud
por las calles de Florencia
Venecia
El aceite de oliva
cunde sobre el tomate
que urgido por el filo
de la cuchilla del chef
me ha regalado esta ensalada
perfecta.
Estoy en Venecia.
“Venezia”, me digo en italiano.
Y ya lo estoy pronunciando
sin haberme dado cuenta.
La persona que está a mi lado
apurada por marcharse de la ciudad
me pregunta en italiano:
“¿Qué ha dicho?”.
Y sin embargo me siento como en casa.
Italia
no es un destino turístico para mí.
Tampoco una nostalgia.
En todo caso
es la gota íntima de lluvia
que se derrama en mi jardín
sobre mis labios.
Es la piedra de jade con sus vetas.
Esa agua que no conoce
más que del manantial y la vertiente.
Hoy sí habitaré esta Venecia vacía.
No habrá lutos por la tarde,
ni responsos, ni sermones
no repicarán las campanas por los muertos.
Yo no temo.
Hay un viento protector que ampara.
Ahuyenta todo pavor, todo fantasma.
Tal vez sea el antídoto del amor
por esta tierra mágica que embruja,
opulenta de ópera y de vinos claros,
sin estridencias.
Una ciudad que recorro descalzo
sobre una terraza
con los mocasines en la mano.
Estamos en la primavera mediterránea.
Cosa curiosa.
Venecia desierta no es
hostil a extraviar la alegría.
No pierde sus encantos
como la jovencita tullida
que envejece de carnes
en el cuento de Carlos Fuentes.
No. Venecia es vital
estalla en flores
su mar es suave
como el vello del pubis de una donna.
La noche ha caído como un telón
lleno de furia
pese a ser de día.
Es un día diáfano,
con un sol que se resiste
a dejar de ser el astro imperial.
Venecia no conoce la oscuridad.
Debo retirarme a mi hotel
que también está deshabitado.
Tomo mi llave del tablero
porque el conserje se ha marchado.
Un libro me espera
en cierta biblioteca
para los pasajeros.
Las palabras entonces
no están ausentes
en esta primavera de Venecia.
Del libro brotan multitudes
(puede que sea uno de Tolstoi
y yo haberlo ignorado).
No moriré en Venecia porque Venecia
es el pulmón del mundo.
Aquí están Colombina, Pantaleón,
Polichinela, Pierrot.
A su debido tiempo
como todas las cosas
que está previsto sucedan
un sol nuevo
que ahora se esconde en una tumba
o se agazapa como tigre herido en su guarida
irrumpirá brutal
dispuesto a herir las miradas.
La orfandad de la pete
dejará de ser azote.
Y regresará a este mundo
por fin la paz.
A puertas Abiertas.
Tributo
Sin eufemismos
podría afirmar
que conozco Italia
¿Acaso he blasfemado
o mentido?
Apenas he pronunciado un nombre
como un conjuro.
El Ródano hace estallar su cauce,
contra una roca de una de sus márgenes.
El gondoliere conquista
la mirada de una francesa altanera
que con su vestido escarlata
pensaba le rendiríamos pleitesía
porque hablaba con palabras importantes
que ni siquiera ha contribuido a inventar.
Roma deslumbra
con la majestuosidad
del Coliseo.
El Vaticano se esconde
arratonado
tras sus muros llenos de lujo
como un hurón asustado
por la peste.
En tanto Pisa se muestra cortés
mientras, orgullosa, endereza su torre
de modo triunfal
dejando atrás su espalda imperfecta.
La seda de Florencia no se vende
en euros
sino aspira a un trueque de avaros.
Pero yo no estoy dispuesto
a desprenderme
de mi ejemplar deslumbrante
del libro de Dolores Etchecopar.
La poeta argentina
que he llevado para leer en el viaje
para el viaje
sin pasaje de regreso.
Leo, como podrán imaginarse,
sin ensimismarme
porque estoy atento a los estímulos
(que no son pocos en Italia
pese a al peste).
A lo sumo recito un verso
que vibra
como el zumbido de una abeja.
El mundo se enamora
de los encantos de Italia.
Aunque la peste
haya tenido la insolencia desleal
de ingresar en su territorio
a hacer estragos,
Italia permanece incólume.
Está de pie bebiendo
su Bianco di Puglia,
ese vino sin fisuras
(el sommelier ha sido esta vez certero).
Tiene una fragancia que no embriaga
sino interroga.
“¿Me bebes?”, invita
sin forzar el encuentro
sino seduciéndome
listo para paladear la sutileza de un beso.
El mundo
dicen que es rumboso en Italia.
Yo he disfrutado como nadie
de la Galeria delle Uffizi.
Es hora de regresar al hotel
pese a que toda la ciudad es mi casa.
Me llevo al cuarto
una rosa amarilla
que me ha regalado una muchacha
porque sí
en la Piazza del Duomo.
La guardaré en un florero de peltre
como corresponde
a estas comarcas
Donde la verdadera religión es el Arte.
Y muy pronto
no habrá más,
un solo Réquiem