Ser buscador. Vivenciar el ser desde una espiritualidad caminante. Salir, no sólo hacia las fronteras existenciales del mundo, sino, salir hacia dentro. Descender hacia un yo que se funda en lo pequeño, pero que sostiene lo grande. Un yo que se abaja para contactar su esencia, su ser real, las aguas inmaculadas donde toda máscara se evapora. Abajamiento, escucha atenta al ras, práctica de un amor que es entrega, sin las convenciones normativas de los miramientos enceguecidos. Acercar el oído al corazón de la vida y dejarse interpretar por su voz, la voz interior del amor, sin más. Y así, ir realizando la vocación personal desde el peregrinaje por dentro, y por fuera. Aunque ese afuera sea también un modo de acceder al centro mismo del gran adentro: la vida.
Es así como Alberto, mejor conocido como Tripa, se hizo presencia, haciendo gala de sempiterno compañero de fragores del Metro de Caracas, su mejor aliado en su camino de realización personal. Tiene 17 años, y se gana la vida recitando sus vivencias de vagón en vagón. No pudo terminar el bachillerato, tuvo que salir a trabajar para mantener a seis hermanos, menores que él, a causa de una madre que no sabe nada de planificación familiar y un progenitor macho, pero no mucho, en farra y fuga. La paternidad no le es desconocida a tan temprana edad, menos los fragores impuestos por la violencia, el hambre, la escasez y la política de un Estado que desconoce su justa causa: el pan nuestro de cada día.
Con ese fin, Tripa (de aquí en adelante y cariñosamente) ha aprovechado cuanto recurso brinda la cotidianidad caraqueña desde la multiplicidad de hechos, sucesos históricos, chismes, pleitos, cuentos de camino, mitos y efervescencias para nutrir su lírica urbana, y sobrellevar con aceptación y coraje la pertinaz violencia que nos devora como Saturno a sus hijos. —Hablando claro. Lo mío es poesía callejera, lírica poética directo al corazón. Más improvisación, menos expropiación señores. No te dejes engañar, sé valiente. No soy ladrón mi gente, soy un tipo decente. Me gano la papa recitando mi desgracia de modo inteligente. Soy un chamo sin padre, pero paciente, con seis hermanos que joden constantemente, a algunos ni les salen los dientes, já, qué aliciente. Mi madre no trabaja, pero pide candente. Su hobbie es hacer muchachos cero caries, sonrientes, no te rías, sé diligente. Mírate en mi espejo, pendejo, siendo de papá por culpa de mi viejo, eso no es bueno. Yo debería estar estudiando, pero bueno, me tocó esto, no me quejo. ¿Cómo se le dice no a una madre que ni el hambre la hizo amiga de lo ajeno? Trabaja duro, mi negro. Cuídate del cuello blanco, que en fondo son siniestros. No exagera, mi vieja, ella educada con cantos de dolor que valen la pena. Trabajando sin descanso, ¿y cuándo los pobres hemos conocido la palabra sosiego? No lo niego, el hambre es dura, los políticos ni saben cuánto cuesta un kilo de verdura…
Así fue avanzando su lírica, su desparpajo emocional, mientras algunos reían, otros lo escuchaban detenidamente, algunos continuaban sumergidos en su fragor personal, otros en la indiferencia que dicta el letargo. Y yo decidí tomar nota de su canto, de su quejío urbano, seguir la pista de cómo semejante dolor se hizo belleza. Sonaron los aplausos. Muchos contribuyeron económicamente con su causa. Pero como cosa rara en este país quebrado, yo no tenía más que el pasaje en mi bolsillo. Y pasando frente a mí, se detuvo. Yo iba leyendo un libro de poemas: “Lo que queda”, de poeta José Watanabe. Nos miramos, y después de un tenso silencio, agregó: —Me gusta mucho la poesía. He leído a Andrés Eloy Blanco, Gabriela Mistral, Neruda… Pero mi poeta favorito es Rafael Cadenas. He leído cosas suyas por internet y la prensa. Una vez lo vi recitando, de lejos, detrás de una vitrina. No me dejaron entrar a la librería por estar sucio y ser chusma. Mi poema favorito es “Fracaso”. Me sé la primera parte de memoria: “Cuanto he tomado por victoria es sólo humo. Fracaso, lenguaje del fondo, pista de otro espacio más exigente, difícil de entreleer es tu letra”. Ese poema es hermoso y me ha enseñado a aprender cosas de mi propio fracaso. Cada vez que puedo junto algo de dinero y compro libros usados. Leer nos hace hermosos, ¿no le parece? Me llamo Alberto, pero me dicen Tripa. Eso porque sobreviví a una puñalada en el estómago, cuando defendiendo a mi mamá de no ser golpeada, mi propio papá me apuñaló. Y como salí por el barrio con el tripero en mano, me pusieron Tripa (ríe).
¿Qué dice uno cuándo la belleza del mundo habla a la cara, aún desde el dolor más infernal? Solo pude sonreír, apacible y tembloroso, entre la conmoción interior que me produjo el testimonio descarnado de ese joven, de apenas 17 años; con tanto deseo de vivir, con tanto dolor a cuestas, con tanta belleza adentro, cantando a la vida con la honestidad que ningún poeta joven jamás y nunca sentí decir. Junto a la sonrisa, siguió el libro de Watanabe. Su mirada se dilató ante el obsequio. La alegría se hizo comunión, encuentro hondo desde la belleza, eucaristía, ¿Y acaso Dios no puede decir de nosotros “este es mi cuerpo”? Y después de dar gracias, siguió en su tarea poética: ir colmando de belleza al mundo, desde las entrañas mismas de sus dolencias estremecedoras. Posdata: en el libro de Watanabe iba el dinero de mi pasaje. No importa. Hoy vuelvo al mundo despojado, con trémula belleza entre las tripas.
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