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Trilogía

Acabo de leer un libro muy particular, uno de esos que te marcan por estilo y contenido y te atrapan sin remedio desde el principio hasta el final, dejándose tragar con voracidad insaciable.

Es “La trilogía de la ciudad de K”, de Agota Kristof.

Los escritores húngaros – feliz descubrimiento reciente, al menos para mí – (Marai, Szabó…) nunca se desmienten, al parecer, y creo intuir detrás del notable nivel de talento y de la innegable universalidad de su literatura un oscuro dolor por atravesar y la necesidad de sacarlo y esculpirlo a golpes de letras.

La Trilogía es una historia feroz, escrita con gran crudeza de lenguaje y una esencialidad en la elección de las palabras que huye de toda ansiedad estética o pretensión de belleza. Las palabras, especialmente las del “Grande Cuaderno” (así se llama la primera parte de la novela) son desnudas, cortantes como cuchilladas, son piedras arrojadas con precisión asesina; los adjetivos – muy pocos – son elegidos con cuidado; no hay ninguna concesión al lector, nada está “demás” y sin embargo la sensación es que todo esté completo, pleno, diría yo logrado.

Los hechos se presentan secamente, sin participación emotiva, con frases breves y escuetas, con la fidelidad de un lente fotográfico que escupe, incesantemente, secuencias de imágenes irremediablemente fijas. El ritmo es el de una respiración fragmentada, entrecortada y así es como se siente uno al leer: fatigado por el aire que falta, y con una suerte de opresión angustiosa en el pecho.

Los gemelos Lucas y Claus (anagrama que al final revelará la existencia de una sola identidad desdoblada…) son unos monstruos, capaces de aberraciones obscenas y a la vez de tímidas ternuras, narradas con increíble desapego y frialdad, en medio de una naturaleza soberbia, testigo indiferente del horror a su alrededor, incapaz de alinearse con las miserias existenciales, como casi siempre ocurre.

Dolorosísimo es el tema constante de la guerra, de la muerte, de la destrucción; la pérdida del sentido de pertenencia a una comunidad, a un pueblo; la presencia agobiante de límites, de extremos, de fronteras (no sólo geográficas) peligrosísimas de cruzar, de divisiones entre la Ciudad Pequeña y la Ciudad Grande, entre lenguas que se olvidan, se extravían, se aprenden por primera vez o se vuelven a recordar, en el intento desesperado de no perderse a uno mismo.

Y ¡la escritura!

Siempre la escritura, que corre y recorre toda la narración, con sus reglas rígidamente autoimpuestas y el propósito firme de fijar la realidad en su absoluta exactitud, sin agregar nada, sin debilidades, sin embellecimientos gratuitos…Llama la atención la presencia obsesiva de cuadernos, de hojas de papel de cuadros y lápices y borras y la cartolibrería y la librería, con sus olores inconfundibles y sus ubicaciones privilegiadas en la Plaza, como ventanas asomadas hacia el mundo…

Realizo que desde mis lecturas, mis inquietudes, mis gustos alimentados y cultivados con los años, emerge siempre con cierta insistencia el tema de la identidad, de la lengua, de la necesidad de adueñarse de nuevas culturas y de manejar nuevos códigos interpretativos de la realidad circunstante, para entenderla, para no sucumbir frente a lo inédito, lo desconocido y, así, no extraviarse .

Tal vez por eso me atraen inconscientemente autores que, luego, descubro se mueven ellos también en equilibrio precario entre idiomas y geografías diferentes, balanceándose entre territorios no bien delimitados, siempre algo desorientados, vagabundos en el cuerpo como en el alma.

Agota Kristof era húngara, pero después de la invasión rusa de 1956 huyó para refugiarse en Suiza. Allá por muchos años trabajó como obrera en una fábrica de relojes, sola, alienada, desarraigada, imposibilitada para comunicar hasta que adquirió con mucho esfuerzo cierta familiaridad con el francés, el idioma en que escribió sus textos con gran dificultad; idioma amigo porque le permitió sobrevivir y darse a conocer como escritora, pero que en el fondo ella siempre rechazó, pues era responsable de que ella fuera olvidando su madre lengua…

Respiré mucho dolor en estas páginas duras, una enorme laceración interior en el alma de esta autora, prófuga de un país y de un pueblo, pero también encontré valor y determinación y una extraordinaria devoción por la palabra escrita, como antídoto contra la muerte y el olvido, como instrumento para descifrar el sentido de la vida y hacer de ella algo más que una simple “carrera idiota”.

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