MEDELLÍN: Esta ciudad que se transmuta y tambalea… loca noche, lo más seguro es que soy yo quien no sabe moverse, que vengo del Café Amatista después de haberme metido una botella naranja por la cara (a propósito, que el café tiene un indio pintado y a mí no me gustaba, por eso a propósito, muy grande y muy feo). Caminaba entre estas formas tan amarillas, no sé si otros lo vean pero Medellín es muy amarilla después de las 6:30 p.m. Una ciudad tan verde y gris que solo va hacia arriba, en todos los sentidos, se maquilla de amarillo y dibuja sombras. No entiendo. Yo en mi gama de ocres sin brillo solo puedo alcanzar a ver los rojos que chispean los carros al frenar. Siempre se alejan, ¡vaya tontería! Son como un imán en mis mejillas.
Se hizo de noche y no hay nada más para tomar, salgo a hacer la fila para subir en la buseta directo a las montañas donde siempre el viento está de mi lado. Hay gente que conozco y saludo alzando media mano, la otra la conservo para fumar. Mientras espero pienso a qué lugar voy a llegar. Mi cabeza se mete bajo el bus y entre el esqueleto, alguna forma para ahogarme y luego… no hay manera de que no se parezca a una ilusión, una esperanza con la sonrisa mueca. Estoy parado en el borde, del otro lado por lo general.
Es Bonita quien entra sin pedir permiso. Sé que no va a estar, bueno, sí, porque es el sueño ¿entendido? Puedo ver un piso y aún no en las montañas, solo es el comienzo. Lámparas con cristales de colores, una mesa de madera, un escritorio con fotografías sobre el que se encuentra la máquina que transcribe las ideas, al lado una ventana que mira a una ciudad aún más amarilla en la noche, o en el día ya que a ti te gustan los paisajes diurnos. Yo voy a abrir la puerta y definitivamente vas a estar sentada junto a la ventana fumando y leyendo. Cruzaré la habitación muy concentrado en ti, con pasos bruscos como si no hubiese nada más, ni sillas ni repisas, ni siquiera el cojín en el que a veces te echas a dormir. Conociéndote sé que no vas a sonreír porque he estado bebiendo, pero en el interior sientes la alegría de tenerme cerca. Tomarte de la mano sin decir nada, porque solo la piel es diestra en idiomas. Arrastrarte a la cama… un poco de resistencia de tu lado para no demostrar mucha ansiedad, cuando en realidad te pican las piernas por ir conmigo. ¿Quién me va a detener de poner mis manos en tu cicatriz y sonreír? Entrar en tu cuerpo, sudar allí, dormir allí y luego, incluso, seguir allí. Darte un último beso que puedas saborear toda la noche y echarme a dormir sin siquiera fumar o decir algo en ese lenguaje absurdo de las palabras. Encontrarme plácidamente teniéndote a medio centímetro de mis manos, tú mirando mi silueta de sabanas sumergido en una tierra que no es la de los sueños que funcionan. Y cuando la noche se encuentre cerca de su decline, despertarme en la oscuridad y morir dichoso de escuchar que respiras junto a mí.
Pero no va a estar, de alguna forma sin oportunidades, montándome al bus que va derecho y no a las montañas ni a tierras donde el viento frío alegre mis mejillas. Se puede sentir y todavía no he subido los pies en el monstruoso aparato, que voy a llegar a un pequeño cuarto, solo, bajo un foquito que brilla mal. Calentar un sanduiche en la parrilla mirando una silla desocupada porque la única ventana se dirige a un muro de ladrillos que para mayor aburrimiento son nuevos y muy perpendiculares, sin formas que me puedan distraer. Acompañado por un profundo vacío donde los ratones ni siquiera salen a caminar porque la oscuridad es tremenda. Escuchando nada distinto que el masticar y con suerte algún programa de jazz en la radio. Llevaré los platos hasta el lavadero y los voy a dejar remojando ahí, en donde hay una torre de mugre. Meterme en la cama de no más de metro setenta por uno de ancho, que se me hará muy grande y fría, con el colchón duro y los brazos perdidos sin poder alcanzar… El techo encima de mis ojos inundándolos; el taconeo de la mujer de arriba que me hará sentir por un instante que hay alguien más conmigo en el apartamento, también va a marcharse. Saltar de la cama al baño para vomitar todo el ron. Allí a nadie va a molestarle el olor porque no hay nadie para que le moleste. Arrastrarme a la cama pero despertar en el suelo.
Y vaya que todo se encuentra ligado al querer y al creer, cuando la realidad llega siendo más brillante y tal vez alegre. En el enorme aparato de ruedas de goma, quedarme dormido hasta levantarme una cuadra antes de mi casa para no hacer parar al conductor dos veces, porque ¡claro!, primero la buena conducta ciudadana, así esté borracho. Despedirme de mano de la gente que conozco en el bus para salir a disfrutar el viento de los árboles. Pelear en la oscuridad de la entrada con el candado del portón de hierro. Subir las escalas encontrando a mi mamá parada en el borde.
– ¿Cómo te fue hoy? – me pregunta mientras la saludo de pico.
– Normal – le contesto sin ella saber qué es normal, yo tampoco.
– ¿Te caliento la comida?
Le digo que sí con la cabeza. Sentados los dos al gran mesón de Piñón de Oreja, mientras yo voy metiendo la comida en la boca lentamente. Ella va a preguntarme por mi día y yo a responder con frialdad sin muchas ganas de abrir la boca más que para masticar. Realmente me alegra tenerla allí escuchándome, así yo no esté diciendo mayor cosa, me bastaría simplemente con que me acompañe a comer, disfrutar de su comida que siempre hace fiesta dentro de mí. Mamá va a lavar mis platos y yo voy a subir a ponerme una sudadera para saltar a los sueños, el primero que me encuentre. Entrar en la alcoba de mi papá y también saludarlo de pico, él va a asustarse porque se encontraba medio dormido con el televisor encendido. Mi hermano que sino está estudiando, está jugando en el X – Box, no me mira, hace que no estoy. Nos saludamos poniendo en duda la sexualidad del otro:
– ¿Qué hubo, marica?
– ¿Qué tal, loca?
Y seguimos sin mirarnos. Él realiza un último apunte antes de que yo entre en la alcoba.
– ¡Apestas a cerveza y hueles a puro cigarrillo! No abras la boca que quema la casa.
Y yo que soy un gran mentiroso le digo: “El cigarrillo sí, la cerveza no”.
Quitarme la ropa, meterme en la cama y mirar el techo, el de verdad en Caña Brava. La radio sin jazz pero probablemente con algún disco de Zeppelin. De mis labios para adentro un sabor insoportable, un cenicero húmedo. Toser tres o cuatro veces como ley fundamental de fumador, alcanzar el agua de la mesa de noche, beberla de dos tragos. Intentar dormir, solo intentarlo y un poco contento de no pensar en nada más.
Tres posibilidades antes de subir los tres escalones del bus, separados por una cordillera filosa. El querer, creer y ser. Da lo mismo aunque no del todo, al final del inagotable ser, deseo tanto el querer que no lograré dormir y tendré que aguantar el sabor de encontrarme realmente allí. Y en todo caso despertar con resaca.