José vino a Tres Piedras porque le mataron a sus hijos y aun no encuentra los cadáveres para darles una digna sepultura. Lleva cinco meses en la dura travesía yendo de arriba abajo y simplemente no aparecen los cuerpos. Nadie sabe donde están ni que pasó con ellos. Las autoridades lo mandan de un pueblo a otro, le dicen que están en tal lado, luego llega allá y le dicen que ahí no están y lo mandan para otro pueblo. José ya no tiene dinero ni para comer, menos para transportarse de pueblo a pueblo. Todos los días por las mañanas él y su hermano Miguel se paran en la misma esquina de la misma avenida junto al mismo puesto de periódicos a esperar noticias. Los dos conversan mucho con don Iván, el vendedor de periódicos y dueño del local, a quien unos chistosos de la ciudad le dicen el «talibán» que porque cuando se oyó por primera vez eso de los talibanes, pues a este no lo dejaban en paz con la broma de ¿quién ese que vende periódicos? pues un tal Iván, de ahí se le quedó el «talibán». A parte de que tiene las barbas bien largas y ralas, y pues le queda el apodo. Entre los tres comparten distintas versiones de la tragedia. A veces cuando José y Miguel se acuerdan de algo bonito sonríen pero ya ni eso pueden hacer, no han parado de llorar en silencio. Miguel es el único hermano de José y tiene tres semanas de haber llegado a Tres Piedras, los dos son originarios de Tzompanzi, un pueblo al sur de Quintana Roo a dos horas de la costa, donde dicen que ahí de verdad se dan los verdaderos hombres. Y en ese pueblo la situación está bien difícil. A José le mataron a sus tres hijos hace cinco meses. El mayor jugaba fútbol en el equipo de la secundaria del pueblo, la Francisco I. Madero, y habían ido a otro pueblo a competir a un torneo de secundarias donde quedaron subcampeones. Cuando venían de regreso en el autobús sobre la autopista Ciudad Cárdenas-San Juán Pablo, los interceptó un convoy de camionetas y los ametralló a todos. No quedó ni un niño vivo. El conductor parece que vivió unos cinco minutos en agonía pero terminó por quebrarse, el director técnico (que era el profesor de educación física de la escuela) y otro maestro también murieron. Para la desgracia de José, sus dos hijos menores habían ido a ver a su hermano mayor jugar y también corrieron con la misma suerte, pues venían todos en el autobús. Pobre José, perdió a sus tres criaturas. Ay, que dolor la verdad. Perder a los tres de un tiro, más bien de una ráfaga de tiros. Malditos. Pero nadie sabe que pasó. Unos traileros usaron sus radios para dar aviso a las autoridades, que acudieron al llamado de auxilio y ellos dicen que los desafortunados fueron confundidos. ¿Quién carajos se iba a ensañar así con unos niños? Desde ese entonces las manos de José han sufrido tanto dolor, y siempre fue así. Desde muy chamaco tuvo que meterle mano de obra a las tierras de su papá. Él dice que no tuvo infancia pero quería que sus hijos sí la tuvieran. Que desgraciados los que les estorbaron en la vida. Malditos sean. Ahora José siempre que camina anda con las manos metidas dentro de los bolsillos del pantalón, ya no las asoma ni pa’ saludar al Sol. Cuando se enteró de la desgracia, fue al pueblo de San Juan Pablo, donde le dijeron que estaban los cadáveres. Al llegar, se topó con un gentío de curiosos que se aglomeraban afuera del hospital. Allá lo hicieron esperar cinco horas para que después entrara y le dijeran que los cadáveres de sus hijos estaban en Milpa Alta a tres horas de ahí. Pues para allá se fue José. Cuando llegó al hospital de Milpa Alta, un recepcionista le preguntó que quién fregados le había dicho que allá tenían a los muertos. José se encogió de hombros, estaba asustado, agotado y sin poder entender aun que la muerte ya se había llevado a sus cachorrillos. Aquí no hay muertos, le dijeron. A los del autobús se los llevaron a Ciudad Centro, allá es donde hay más tecnología para mantener cadáveres frescos para que la gente los reclame. Pues para allá se fue José. Ya habían pasado diez horas desde que le avisaron de la muerte de sus hijos, pero en sí, de la masacre ya habían pasado unas quince horas. José aun no sabía donde estaban los cuerpos de sus hijos, y ni siquiera sabía a ciencia cierta si estaban muertos o no. Cuando llegó a Ciudad Centro lo atendieron en el Hospital Militar General Cristo Larrañaga. Ahí esperó veinte minutos, y sí, efectivamente le confirmaron que ahí tenían a los muertos de la masacre del autobús. José por fin pudo llorar, un poco, aunque se había aguantado. Es que gente como José nunca llora, siempre sufren en silencio, se atormentan por la impotencia de que hasta llorar les cuesta mucho dinero. Y como dinero es algo que no hay, pues uno no se puede dar el lujo de llorar. Los del hospital lo llevaron a un cuarto frío que olía a plumas de pollo mojadas, había camas de metal por todos lados, eran altas y estaban cubiertas con mantas bien blancas. José no era tonto, sabía que ahí le iban a mostrar los cuerpos de sus hijitos muertos. Así que se preparó pues, mentalmente como se dice en las ciudades grandes, prepararse mentalmente es asumir que uno está listo para lo peor. Un forense que parecía samurái lo llevó a un costado del cuarto, le enseñaron dos cuerpos, dos de los tres que él dijo andar buscando. El forense destapó los cadáveres y José saltó del susto. No conocía a ni uno de los difuntos frente a él. Negó con la cabeza cuando el samurái le preguntó si eran o no sus hijos. ¿Entonces quiénes son estos?, le preguntó el forense. No sé, respondió José. Pues estos dos son los muertos del autobús, dijo el samurái. Pero no son mis hijos, dijo José, mis hijos son niños, estos están re grandotes. Ah caray, dijo el forense, y se rascó la cabeza como si no supiera que más hacer. Levantó los papeles de los muertos, en los dedos gordos de los pies tenían una tarjeta que les colgaba de un hilo, el forense miró los papeles y leyó en silencio algo en las tarjetas. Aquí dice, dijo, que estos dos eran los adultos del autobús, había otro pero ese aguantó un poco más las balas pero se murió después. Y eso que tiene que ver, preguntó José. Pues que a ese por haber sido más macho se lo llevaron para otro hospital. Ahhh, dijo José. Pues va a tener que ir a la capital señor, le dijo el forense. ¿Por qué?, preguntó José. Porque allá se llevan a los muertos que nadie reclama, se les da a universidades para que estudien con ellos. ¿Y estos dos?, preguntó José. Pues estos ya tienen nombre, uno era el maestro de Español, se llamaba Gerardo González y este otro era el maestro de educación física y se llamaba Manuel González. ¿Eran hermanos?, preguntó José. Sí, respondió el forense. ¿Y por qué pensó usted que estos eran mis hijos? Pues señor, se supone que cuando ya no reclaman a los muertos algunas autoridades se adelantan y se los llevan, los venden, es que hay tanto muerto hoy en día que no hay abasto para mantenerlos tanto tiempo en las fosas. Y estos estaban aquí, y usted preguntó por sus hijos, estos son hermanos.
José se regresó a Tzompanzi y le contó a su esposa todo lo que había pasado, la Jaqueline que se tira al suelo a llorar. Pero como les digo que sale caro llorar, pues después paró y le preparó a su esposo un café bien negro y un plato de frijoles. Mientras le servía de cara a la estufa y sin mirar a José, que le dice que se marchara para la capital pues, que si así fuera al fin del mundo tenía que traer a los muertos para enterrarlos. Pues sí, dijo José. Después de cenar se cambió de ropa y tomó un poquito de dinero, una chamarra y se fue. Tardó 16 horas en llegar a la capital. Tomó tres autobuses. Pasó por innumerables carreteras, unas largas otras cortas. Miraba por la ventana y la negrura del camino le dio miedo, sintió que allá afuera estaba un monstruo que lo esperaba para comérselo. Cuando llegó a la ciudad, fue a tres diferentes comandancias de policía para que le dieran información, de una lo mandaban a otra y de otra lo mandaban a morgues y fosas comunes. Y luego él que no conocía esas calles fracturadas y transitadas. Lo perdían, pero no se dio por vencido. Nadie sabía nada de los muertos ahí, ni siquiera en los periódicos había algo de la masacre. 23 muertos, 20 niños y 3 adultos, y nadie sabía nada. José estuvo tres días en la capital dando vueltas y vueltas y nada que hallaba a sus hijos. Durmió la primera noche en un motel de la carretera estatal norte pero el dinero que llevaba no le daba para darse ese lujo. Las siguientes dos noches durmió en la central camionera. Cuando ya las fuerzas y el hambre no le daban para continuar, llamó a doña Berenice, su vecina, la dueña de una tienda de abarrotes que era la única con teléfono en la calle Profesor Idelfonso, en la colonia Moroco, donde José vivía. Le dejó el recado a su esposa, Mándame más dinero. A las tres horas José fue a un Western Union y cobró su dinerito y un recado, Se vendió a la gurrumina para completar dinero. La gurrumina era su última gallina. Menos mal no vendió a la Orchata, la marrana, pensó José. Pasaron tres días más y no encontró en ningún hospital, en ninguna de las dos universidades y en ninguna de las seis fosas comunes a sus muertos. Se los había llevado el viento, nadie sabía nada. Un forense de la Universidad de Quintana Roo, un tal Juan Carlos Hernández, un viejito que tenía cara de buena gente, se compadeció de José y llamó a otras universidades del estado para saber donde estaban los 20 muertos. En una le dijeron que se los habían llevado a Santo Vicente, pero cuando llamaron allá nadie supo nada de eso. José estaba con el alma agujerada, se le caducaba el espíritu a cada minuto, su fe por dios se estaba desvaneciendo. La última vez que le preguntó, por qué me haces eso, pues nadie le respondió, así que en ese momento decidió no molestar a dios para nada. Y no me molestes tú a mí, le gritó.
José se quedó en Tres Piedras. La última vez que le pidió dinero a su esposa la Jaqueline, ésta le contó que le había pedido dinero prestado al compadre Rosendo, uno que le decían el Chino, y ese mañoso, al saber que estaba sola y necesitada se quiso pasar de listo y la manoseó. Después como que se sintió mal y le prestó el dinero a cambio de que le diera a la Orchata y pues se hizo un trato. El problema fue que José nunca recibió el dinero, quien sabe que pasó. La señora Berenice, la de la tienda, ya ni le contestaba las llamadas, en la última le dijo que su esposa ya no estaba en el pueblo, y no sabía decir que pasaba. Así fue que su hermano Miguel fue a Tres Piedras a buscarlo y lo encontró en un estado funesto. José estaba flaco, había perdido como veinte kilos. Tenía los pelos grasientos y las uñas de las manos negras. Se enteró de que Jaqueline para pagar la deuda se había fugado con el Chino. Ah que la canción, dijo José. ¿Pero por qué con tu compadre? le preguntó Miguel. Pues no es mi compadre, tú sabes que así somos los hombres, nos damos títulos. Pues los cuerpos de los 20 niños no aparecieron nunca. En el periódico una vez salió un artículo que decía que se había encontrado en el DF una red de mercado negro que robaba cadáveres para vender los órganos y los huesos a los gringos. José pensó que así habían terminado sus hijos. Y está vez si que lloró de verdad. Se tiró de rodillas y arañaba el concreto de la acera, gritaba desesperado, como un loco, el Miguel lo tuvo que calmar. Miren que es horrible la desgracia de ese José, que no pudo encontrar a sus hijos muertos, se los robaron, así muertos ensangrentados y todo se los robaron. Les habrán sacado las tripas y los corazones. Cálmate, José, le dijo su hermano, ni siquiera sabes si eso es verdad. Los periódicos son re mentirosos. José se levantó y se limpió las lagrimas y le dijo a su hermano que se acercara. ¿Qué pasó? le preguntó Miguel. Llévate esto, dijo José. Y sacó de la bolsa de su pantalón una fotografía de sus tres hijos, la puso delicadamente sobre la palma de la mano de Miguel. Este lo miró un poco espantado. José le dijo que era importante que se llevara la foto a Tzompanzi y la enterrara en el panteón del pueblo, pero le dijo al oído un lugar específico. Miguel lo miró sin entender, ¿cómo va a enterrar una foto? Estás loco, le dijo. José miró el puesto de periódicos, ahí estaban las noticias más recientes del mundo y el «talibán» sentado mirando el suelo como si esperara que de él saliera una noticia para vender. José le dijo a Miguel con un hilo de voz que no era de este planeta, que él se iba a quedar junto al puesto a esperar a que llegaran más noticias de los desaparecidos. ¿Y si nunca llegan?, le preguntó Miguel. Un día llegarán, dijo José y se sentó en la acera a esperar. Miguel se marchó con la fotografía y al siguiente día la llevó al panteón de Tzompanzi y la enterró, pero afuera, junto a un arbolito que más parecía un esqueleto. Cuando terminó levantó la mirada y vio el panteón, no entendía porque tuvo que enterrar la foto afuera. Y como si fuera un mensaje desde otro planeta, escuchó la voz de José que le decía, es que es muy caro enterrarla adentro.