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daniel campos
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Tres momentos en la ribera del Hudson

Viajo en tren de la ciudad de Nueva York al norte, hacia Beacon, a lo largo de la ribera oriental del Hudson. El cielo está gris y encapotado en esta mañana dominical. En la ribera opuesta, los árboles en la cima de la montaña ya han perdido todas sus hojas y muestran las formas estructurales de sus troncos y ramas. En el tramo ancho del cauce, el agua tiene aspecto de plomo, excepto por algunos destellos plateados en las crestas del oleaje. Pero más al norte, en el tramo angosto del cauce más allá de Peekskill, el agua parece más bien cobre bruñido.

Ya en Beacon, mis amigos Jen y Phil, a quienes he venido a visitar, me llevan a hacer una caminata por la ciénaga en la desembocadura del arroyo Fishkill. Es marea baja. Una bandada de gaviotas chilla y juguetea en las aguas poco profundas. Una capa de hielo fino ya ha cubierto los playones de barro negro de la ciénaga. Los altos pastizales lucen secos, los árboles, desolados. Mientras contemplamos el paisaje, miro a mis amigos y me alegro de estar con ellos. A partir de enero serán padres sustitutos de niños necesitados de un hogar que los acoja temporalmente. Será más difícil vernos. Doy gracias por el presente y por su buen corazón. A la distancia, más allá de los islotes de barro, fluye el Hudson de plata en busca del Atlántico. 

Bebíamos unas cervezas en la taberna Dogwood al anochecer cuando empezó a nevar. Más tarde, mientras sosteníamos una rica conversación frente a la chimenea en la sala de su casa, se acumuló suficiente nieve sobre el pasto, los árboles y las calles como para anunciarnos la llegada del invierno. Ya me he despedido de mis amigos. Ahora viajo en tren hacia el sur, de vuelta a la ciudad. El resplandor de la nieve acumulada a la vera de la ferrovía aclara un poco la noche. Un poco más allá, el oscurísimo Hudson parece ónice líquido cuando refleja las luces de la otra ribera.


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