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fabian soberon
Photo by: Susanne Nilsson ©

Tres espías: el toro, el jabalí y el lobo

Los astros han recorrido su curso;
han transcurrido más de dos partes
de la noche, y solo un tercio nos queda
aún.
Homero, Ilíada

Es noche cerrada. En el campamento griego, Néstor, el conductor de carros, se levanta de su cama y habla con Agamenón, el general en jefe de los griegos en la guerra de Troya. Entre Néstor y Agamenón traman un plan. Para concretarlo, deben despertar a Diomedes.

Agamenón se queda pensando en su aposento y Néstor camina con dirección a la cabaña de Diomedes. Al llegar, observa los armamentos de Diomedes y ve que tiene la cabeza apoyada en el escudo brillante. Brilla como una estrella en la oscuridad. Ve que los ojos de Diomedes están cerrados. Con sutileza, se acerca y le roza el hombro. Diomedes se despierta, exaltado. Néstor le explica la misión. Rápidamente, Diomedes se pone en camino. Busca a Ulises como compañero de aventuras. El objetivo es peligroso y ha elegido al mejor hombre para su campaña.

Diomedes se coloca un casco de piel de toro. Toma una espada de doble filo y un escudo. Ulises, avisado por Diomedes, está feliz por la contienda y se coloca un casco grande, especial, con dientes blancos de jabalí en la parte exterior. También toma un arco y una espada.

Salen Ulises el astuto y Diomedes. Ulises mira al cielo y descubre que un ave sobrevuela. Luego escucha un gañido. Al instante, Ulises interpreta que es la diosa Atenea la que envía el pájaro como señal de acompañamiento. Ulises se pone contento; cree que el pájaro es un buen augurio. Entonces se detiene y emite una plegaria:

–Oh, diosa Atenea, te pido que nos llenes de gloria en esta noche lóbrega.

En el bando troyano, Héctor despierta a todos sus soldados. Propone un ardid y ofrece un regalo al que se comprometa a cumplir el plan: le dará un carro y los dos veloces caballos inmortales al postulante. El elegido deberá cercar las naves griegas y deberá averiguar si las naves están bajo custodia como antes o si los enemigos están pensando en huir y renuncian a vigilar toda la noche.

Dolón, arrogante, se para en medio de la asamblea troyana y se ofrece. Dice que su corazón palpita fuerte ante el desafío.

Héctor acepta. Dolón se pone el casco, rodea sus hombros con piel de lobo y levanta una jabalina puntiaguda. Se aleja del campamento troyano.

Mientras tanto, Ulises y Diomedes están en medio del bosque. Ulises escucha unos pasos silenciosos en la arena y le indica a Diomedes con la mano que alguien se acerca. Ulises divisa una silueta negra. La oscuridad es avasallante y no hay luces en el profuso bosque.

Cuando Dolón ve que se aproximan dos figuras en la oscuridad, se alegra. Piensa que son compañeros troyanos que han venido con un mensaje. Pero pronto descubre que son enemigos y acelera sus pasos. Ulises y Diomedes lo persiguen. Dolón huye como una liebre asustada. Los griegos son más rápidos y casi le tocan la espalda en el aire. De pronto, escuchan la respiración acezante del troyano y Ulises grita:

–Debes detenerte. De lo contrario te eliminamos.

Al escuchar la advertencia de Ulises, Dolón se asusta y se detiene. El corazón, antes victorioso, ahora late abrazado por el miedo.

Ulises lanza su pica poderosa y roza el hombro derecho. Dolón reclama por su destino. Ofrece entregarse a cambio de que salven su vida.

El troyano les cuenta que su padre es dueño de tesoros y pide un trueque: él puede regalarles oro si ellos permiten que regrese al campamento troyano. Ulises y Diomedes intercambian una mirada cómplice. Ambos saben qué deben hacer.

Diomedes arremete con la espada y le corta el cuello. Dolón cae como un lobo débil y blando. Diomedes, toro invencible, lo descuartiza.

El toro Diomedes y el jabalí Ulises cruzan el bosque y luchan con doce soldados troyanos hasta que los eliminan. Les roban los caballos. Los griegos se suben a los caballos y regresan a su campamento.

Le cuentan a Néstor la hazaña realizada. Ulises y Diomedes se quitan el ropaje de animal y se meten en el mar. La espuma blanca reluce en la negrura del océano. Las olas limpian los torsos, los tobillos y los brazos. Sienten las frescas y oscuras olas como una bendición.

Más tarde, con la ígnea bola indómita en las espaldas, brindan mientras escuchan el choque sereno de las olas en las rocas.


Photo by: Susanne Nilsson ©

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