A mitad de la temporada de los brotes de flores del año 2009, la explanada de un hipódromo metropolitano del Perú vibró como nunca al compás de partituras, vestuarios desafiantes y una voz estremecedoramente romántica. Una hermosura inglesa de ojos secuestradores, piel tersamente pálida y personalidad futurista; pisaba el escenario negruzco erguido para recibir a la revolucionaria de la lírica. Sarah Brightman, la artista fenómeno que ha vendido tantos millones de discos como habitantes tiene su musa Arabia Saudita, que ha ganado 180 discos de oro y de platino, y conquistado varias veces las primeras posiciones de los Billboard; nos impactaba con su multifacética y glamorosa voz. La también estrella de Broadway nos forzó a deambular por galaxias desconocidas del medioevo y del Asia, así como por la ficción elegante de Andrew Lloyd. Con el tenue y húmedo zumbido de los vientos limeños, la Brightman dejaba claro por qué era una de las sopranos más aclamadas entre los entendidos y los obnubilados.
Pasaron tres calendarios con una estación de cuatro –invierno de 2012– y otro rocío de octavas impresionó nuevamente los oídos de quienes tenemos la dicha, de ser compatriotas de la mujer prodigio llamada Yma Sumac. Desde la apartada y boyante Oceanía descendía de las escalinatas del aeroplano –casi como bajando de un edén colmado de entonaciones tribales– la peculiar e impactante Kiri Te Kanawa. La dueña de la sensibilidad y de la interpretación apasionada de las óperas, deseaba recorrer el globo terráqueo antes de su próximo retiro, siendo una de sus escalas nuestro Gran Teatro Nacional. Aunque con voz no tan abrillantada como cuando le cantó a la juvenil pareja de la realeza del Reino Unido, esta descendiente de la cultura maorí de Nueva Zelanda nos dejó perplejos por varias semanas. La suavidad de los movimientos de sus labios y la elasticidad de su resonancia, adornadas con un piano de cola soberbiamente ubicado, posiblemente recreaban sus mejores labores en las tablas de Milán, Londres, París y New York.
Seis años más tarde, cuando el salvajismo de la desesperanza comenzaba a comerse mi ilusión por el gozo del bel canto femenino en vivo, un anuncio radial iluminó mi 2018. El ciclón ruso que al abrir la boca paralizaba a seguidores y detractores desde mediados de los 90, que en sus inicios se desenvolvía con una parquedad sinuosa y que hoy nadie osa dudar de su excelsa actuación; llegaba, increíblemente, a la capital. Agosto, el mes que cuajó personalidad con un Premio Pulitzer al dramaturgo estadounidense Tracy S. Letts, tendía alfombra de seda para recibir a la inmejorable Anna Netrebko. La hija ilustre de la ex Unión Soviética, que inauguró la excitante FIFA World Cup junto a nuestro tenor Juan Diego Flórez –a quien lo une en filosofía la filantropía– aterrizó y dominó la taquilla. Vestida con la sensualidad de una diosa griega, envolviendo con hechizo gitano y cantando como si cajas musicales reemplazaran cuerdas vocales; nos arrancó suspiros y vítores descontrolados. Su voz y sencillez quebraron nuestras palmas y consolidaron nuestro espectro cultural. Porque con la Netrebko, la soprano reconocida como la mejor del mundo, Lima suma a su lista de visitantes a tres memorables divas.
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