Uno de los grandes placeres en el camino de la vida es encontrarse con otros Caminantes y compartir parte del trayecto. Henry David Thoreau, filósofo que caminaba todas las tardes por los bosques de Massachusetts, llama Saunterers a los Caminantes, pues algunos buscan la Sainte Terre, su Tierra Santa u hogar espiritual, mientras otros ambulan sans terre, sin tierra, sin arraigo, de tal manera que el camino es su hogar. Hay en realidad muchos tipos de Caminantes. Cuando les encuentro, me gusta conocerles y percibir su estilo de caminar.
A Coralia la empecé a conocer a fondo mientras caminábamos por el bosque tropical de la Reserva Natural Cabo Blanco. Nuestro grupo ya había presenciado, en el viaje hacia la reserva, el momento en que Coralia había avistado el Pacífico y le habían brotado lágrimas de un océano aun más profundo. Ya en nuestro albergue, en una conversación íntima nos había contado el proceso de duelo que era la fuente de esas aguas. También nos había regalado, en otros momentos, el fulgor cálido de sus ojos y el candor de la risa con la que acostumbraba puntualizar sus oraciones.
Pero realmente la conocí caminando por el bosque. Regresábamos cerro abajo, de la quebrada San Miguel a nuestro albergue, por un sendero resbaloso. Lo hacíamos despacio pues ella se había caído y lastimado. Eso nos dio más tiempo para que me contara sobre sus papás, un poeta español y una escritora costarricense, sobre su propia sensibilidad poética, musical y artística, sobre su amor por el portugués y su trabajo como docente universitaria, y sobre el antiguo solar y el gallinero en su casa josefina. Después descubriríamos que Coralia era amiga íntima de mis dos hermanas, por lo que ella, antes de conocerla, ya era prácticamente mi hermana también. En ese momento, bajo la sombra de árboles esbeltos y frondosos, al lado de la quebrada, Coralia caminaba con suavidad y me parecía, por la evidente profundidad de su vida interior, que era una Caminante en busca de su Sainte Terre, de su hogar espiritual.
Otras dos Caminantes de nuestro grupo, Gleice y Dulce, iluminaban senderos con su alegría. Ambas emigraron de Brasil a Costa Rica y trajeron consigo una jovialidad que fulgura en los lugares por donde caminan.
Con Gleice congenié desde nuestra primera conversación. Con su perfecto español, pronunciado con un sutil acento brasileño, me contó que provenía de Recife. Compartimos recuerdos de su ciudad, construida sobre islotes y penínsulas entre ríos, estuarios y océano, y atravesada por hermosos puentes. Me relató el ambiente festivo del carnaval de Olinda, ciudad colonial hermana de Recife y sede de una de las celebraciones más atractivas de Brasil por la autenticidad de sus expresiones culturales. Recordamos géneros populares de música y baile de su región como el forró, el maracatu y el frevo, típico del carnaval. Le conté que en el museo Paço do Frevo yo había aprendido algunos pasos y ella prometió enseñarme los suyos. Lo hizo al final del viaje, en la sala de espera antes de abordar el ferry de Paquera a Puntarenas, y nos divertimos mucho.
Para entonces ya habíamos compartido música, formado equipo para limpiar un sector de la playa San Miguel y conversado a gusto entre caminatas por el bosque, actividades grupales y baños de mar. Me había contado que desde su adolescencia acostumbraba a viajar en bus por largos trechos del noreste brasileño, desde Pernambuco hasta Ceará, para visitar a una tía suya. En la universidad estudió geología por su vocación científica y porque el trabajo de campo le permitiría viajar mucho por todo Brasil. Entre sus viajes más memorables me narró uno a lo largo de toda la costa del noreste brasileño y otro por mesetas y parques naturales en el interior del estado de Bahía.
La vida le había traído a Costa Rica, donde se había egresado de una maestría en manejo de recursos marinos y costeros mientras trabajaba como profesora de portugués. Su espíritu de Caminante seguía llevándola a explorar rincones naturales de toda Costa Rica, a menudo en compañía de su hija, Julia. Juntas tenían un hogar desde el que salían a explorar nuevos territorios. Hacía pocos meses, sin embargo, Gleice había viajado a México sin Julia y ella le había reclamado: “No puedo creer que te vas a México sin mí”. Hija de Caminante aspira a caminar también.
Dulce, por su parte, provenía del estado de Rio Grande do Sul, tierra de la gente gaúcha. Descendiente de inmigrantes polacos y alemanes, ella misma había emigrado a Costa Rica trayendo consigo su espíritu trotamundos. Madre cuidadosa de sus hijos, dirigía además el Centro de Estudios Brasileños en San José y se notaba que su capacidad profesional, carisma natural y alegría desbordante la hacían una excelente embajadora de la diversidad cultural brasileña. Durante nuestro viaje, compartió con nosotros vinos tintos, chorizos y panes para explicarnos la costumbre del consumo cotidiano de vinos frescos y lingüiças de elaboración casera en su tierra natal. Lo hizo con tanto entusiasmo que le añadió un sabroso deleite etéreo a la degustación.
Yo le comenté que en la pequeña ciudad de Ijuí, en el interior de Rio Grande do Sul, había comido una deliciosa galinhada—un guiso regional de gallina—preparado por profesores y estudiantes de la universidad municipal. Se alegró tanto de que yo hubiera estado en ese recoveco de su estado que conversamos por largo rato sobre viajes. Dulce nació con estrella de Caminante y ánimo de mochilera. En nuestra pequeña Costa Rica, todos los fines de semana buscaba las playas del Pacífico o senderos de montaña para caminar. Y tenía proyectados dos próximos viajes, uno a la ciudad costeña de Natal en su país, y otro a Rusia y Escandinavia. Me la imaginé sonriente y plena en todos esos lugares. Al compartir con ella caminatas en las playas y bosques de Cabo Blanco, sentí que era una Saunterer del orden sans terre, con la capacidad de convertir en hogar, por medio de su calidez, cualquier tierra por la que ambulara.
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