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detention center
Photo Credits: mathias is still around ©

Tras las alambradas

Su nombre es Perla, Perla Liberato. A los once años la encarcelaron en un centro de detención migratoria, tiempo después consiguió la libertad. Acaba de cumplir los veinte. La conocí un día de lluvia en Jackson Heights.

En una pequeña cantina de Queens se escucha a Los Tigres del Norte. Un hombre tararea La jaula de oro mientras apura tristemente una cerveza. La canción es la voz anónima, el soterrado testimonio de aquellos que arriesgaron sus vidas por un sueño: atravesaron desiertos, cruzaron ríos temblorosos amarrados a neumáticos y sin saber nadar, saltaron muros, se encaramaron a la bestia- el tren de la muerte- con miles de inmigrantes más. Muchos fueron capturados por el camino. Algunos nunca llegaron. Otros lo pudieron contar.

Un día vinieron a recogerla en un camión al pueblo en el que creció, Teopantlán. Allí vivía con Chanita, su abuela indígena y artesana, la persona que cuidadosamente se encargó de ella mientras su madre y tres de sus hermanos buscaban la manera de sobrevivir en Estados Unidos. Sólo faltaban ella y su otro hermano, de catorce, que la acompañó en el viaje. Acababan de empezar su travesía.

Los dejaron en el aeropuerto de México y volaron a Nogales, una ciudad fronteriza del estado de Sonora que colinda con otra que tiene su mismo nombre, en Arizona. Los dos Nogales están separados por una pared enrejada, un muro artificial, una línea de barrotes, invisible en los mapas, que delimita dos mundos, que abre y que cierra, que fagocita utopías o que conduce a territorios desterrados bajo la intemperie.

Se quedaron a dormir en un hotel. Para llegar al otro lado sólo tenían que cruzar un puesto de control y todo habría terminado. Llevaban puesta la ropa que su madre les compró específicamente para ese día; por alguna razón que nunca llegó a entender les advirtieron que no llevaran ninguna prenda de color negro. Primero salió su hermano, a ella le dijeron que tenía que esperar, que iba a pasar con otro niño, de unos nueve años. Al llegar explicarían que eran primos y que los dos tenían catorce, tal y como aseguraban sus visados, a pesar de que fueran mucho más jóvenes.

Chanita había abierto en las costuras de sus pantalones un pequeño agujero donde guardar el dinero y números a los que llamar en caso de que se perdieran por el camino. Perla llevaba con ella la información telefónica de su madre.

Al llegar al puesto de control un agente le preguntó su nombre, ella no fue capaz de recordarlo, el terror la había paralizado. El hombre de uniforme se burló. Fue entonces cuando sintió que no iba a ser capaz de llegar al otro lado y  que no volvería a ver a su hermano tal vez nunca más. El interrogatorio siguió y siguió, le pidieron hasta tres veces que dijera su verdadero nombre y ella se negó.

La llevaron a un cuarto completamente blanco y allí estaba él, lo habían detenido también. Ya estaban del otro lado.

Su primera parada en Estados Unidos fue en una comisaría. En el calabozo no había camas, la gente dormía en el suelo y por encima se cubrían con una especie de aluminio que hacía las veces de sábana. Por cinco horas los dos niños estuvieron encerrados en un precinto policial sin saber qué iba a ser de ellos ni cuánto tiempo tendrían que quedarse allí.

Y sucedieron entonces los días en el centro de detención. A su hermano lo asignaron a una instalación para hombres y a ella la dejaron en una de mujeres. Los despertaban a las seis de la mañana para desayunar, después tenían que quedarse en el recinto, pero no en sus habitaciones, hasta las doce. Era el receso, el único momento del día en el que Perla salía al patio y podía ver a su hermano mayor por una hora. Después, regresaban a las instalaciones y a las ocho se apagaban las luces, era la hora de dormir. Sólo había una ducha para treinta o cuarenta personas. Les daban cinco minutos para bañarse rápidamente, por la mañana o por la noche.

Durante quince días Perla vio, a través de las rejas de alambre, a niños jugando libremente del otro lado.

Un juez determinó, tras esas dos semanas, que ella y su hermano podían salir del centro de detención con la condición de presentarse ante la corte cada seis meses. Durante seis años su madre los acompañó a cada una de sus visitas a inmigración, arriesgándose a ser deportada por sus hijos. Todas las personas indocumentadas saben que una vez que entras a cualquiera de estos edificios corres el peligro inminente de ser capturado y expulsado del país y de no poder regresar más. A ella no le importó, nunca más los dejó solos.

Algunas historias tienen un final feliz.

Hace dos años que Perla regularizó su situación en el país. Está a punto de concluir sus estudios de Ciencias Políticas en LaGuardia Community College y tiene dos trabajos. De lunes a viernes es educadora de jóvenes en Make the Road, la organización pro-inmigrantes que la ayudó y acompañó durante su duro proceso y los fines de semana hace manicuras y pedicuras con su madre en un salón de belleza.

Perla Liberato, la que ama la libertad, se dedica a liberar, a través de sus palabras, a través de la educación, a adolescentes que como ella aprendieron demasiado pronto lo que significa vivir en las sombras. Con ellos dialoga sobre la homofobia, la transfobia, el sexismo, el machismo, el patriarcado, el racismo. Con ellos sale a la calle, a las marchas, a protestar, a luchar por un mundo mejor.

Amar es combatir, es abrir puertas escribió un día Octavio Paz. Hoy comenzó septiembre, pronto terminará el verano, son las 12 de la tarde en Nueva York. En este preciso instante en el que escribo, en algún lugar de la frontera, algún niño, preso en un centro de detención, está viendo jugar a otros tras las alambradas.


Photo Credits: mathias is still around ©

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