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arturo serna
Photo by: Alexandru Paraschiv ©

Todo puede convertirse en leyenda

Desilusionado de la infidelidad de los amigos, siempre pensé que nada puede borrar el mal. Aún más, creo que todas las personas, incluyendo a las que no tienen vicios ni perversiones, incurren de una manera o de otra en la espiral del mal.

Estoy convencido de que el mal es inevitable. A pesar de esa convicción, me paso las noches pensando las formas de la inquina. Noches largas, delgadas, inasibles. Me coloco los lentes y leo los libros dispersos hasta altas horas como una pesquisa imposible. Suelo ponerme el sobretodo negro, aunque esté dentro de la habitación, y enciendo mi lámpara dorada, con una lumbre amarillenta y opaca, y abro los libros y los dejo con los señaladores en páginas determinadas, como si con ese artilugio encontrara un resquicio que me permita ver una salida transitoria.

Las lámparas no son casuales ni conforman un dato menor. Al contrario, todo es parte de un plan minucioso. Disfruto de la penumbra como un vampiro o un búho. Siento que la noche tiene un poder único, desolador y creativo: para mí, las horas robadas a la noche, implican el ardid a mano para buscar las figuras de lo oscuro y las utópicas vías de escape al principal martillo que horada los días de los hombres.

A veces, compro un paquete y lo acabo en unas pocas horas. Noche y humo son sinónimos en mi cuerpo. La noche, además, implica la posibilidad de la salvación.

No creo en los espíritus pero si hay algo próximo a los espíritus es la noche con sus fantasmas, sus sombras hirientes, sus lápidas evanescentes del olvido.

Más de una vez el único amigo que me queda a la distancia, el editor JDB, me ha llamado fumador empedernido. A mí no me importa. Solo quiero perseverar en el humo. Como Spinoza, siento que lo que le cabe al hombre es perseverar en su ser. El humo define mi condición. En las volutas anónimas están cifradas las formas de los pensamientos. El cigarrillo me inspira. Cada vez que exhalo, una parte de mi mente divaga, como un pájaro mudo y lúcido de la oscuridad.

Las lechuzas también me inspiran. No desconozco que el búho es el símbolo de Hegel. Aunque rechazo cualquier forma de sistema, tengo una afinidad curiosa y sintomática con las aves nocturnas. Será por su búsqueda interminable, por su perspectiva del mal.

Me encontré un par de veces con JDB en la zona del Bajo. Él no puede abandonar la búsqueda de la identidad nacional. Y yo le digo, con mi habitual talante escéptico, que la identidad es una ilusión, una voluta de humo, una falacia conyugal. Hay un matrimonio falso entre un país y la identidad, digo. Y JDB se sulfura, silencioso, sin generar rupturas.

Nadie es más escéptico que yo. Ni siquiera Diógenes o Bakunin. Nadie ha llegado hasta la cáscara o la borra más asquerosa del mal. Quizás por eso, me siento a gusto con los débiles, los vagabundos, los crotos, los lisiados, los ladrones y los niños pobres. Por eso encuentro en la noche el salto hacia la libertad.

Una vez le confesé a JDB que me sentía un anarquista de la noche. Y él me miró incrédulo, se rió de mí. Ahora resulta que te escudás en el anarquismo, me dijo, y se rió a carcajadas, como si la risa fuera una espada invisible contra los pusilánimes y los creyentes.

Las cosas no coinciden con sus nombres, le dije otra vez a JDB (creo que en el Norte). Los que creen en la verdad son ineptos. La única utopía es la felicidad en el instante. Solo los crotos alcanzan el verdadero placer.

Sé que JDB se cansa de mí. No soporta mi escepticismo frágil y desmesurado. Quizás por eso nos vemos de vez en cuando, cada muerte de obispo, cada vez que él viaja a Capital. Así podemos tolerarnos. Después de mucho tiempo nos extrañamos y volvemos a las atrevidas disputas, a las discusiones impúdicas.

Vos sos el resultado de un inventor, de un soñador, me dijo JDB, cansado de mis desplantes teóricos (JDB es fanático del escritor ciego que todos ponderan de forma exagerada). Yo no tuve nada que objetar. Frente a la isla de un dios, solo tenemos la fe o la incredulidad. ¿Qué puedo hacer frente a su fe? Solo callar. Me quedé en silencio, un poco triste, y me fui sin agregar nada, como si JDB me hubiera dicho por fin una verdad, o lo que él considera una verdad.

La última vez que nos vimos fue en el funeral de un conocido. Estábamos entre los llantos y el café que circulaba en tacitas blancas e inmarcesibles —era lo único inmarcesible en la sala— y vi el cuerpo tieso, las caras repetidas, el olor penetrante de la carne húmeda. No pude no pensar en que las uñas nos sobreviven, al igual que los gusanos. Pensé en lo fugaz. Miré a JDB, que estaba perdido, y le dije: “supongo que casi nadie recuerda mi nombre”. JDB sonrió, acostumbrado a mis devaneos tercos y amargos, y no me respondió. Al rato, salimos de la sala, hastiados del dolor. Él me dio la mano y me pidió disculpas por las ofensas pronunciadas. No le negué mi derecha. Solo moví los labios y JDB no pudo escuchar las palabras últimas.

Los dos levantamos los ojos y nos miramos con pudor. JDB salió hacia el centro de la ciudad y yo me metí en el departamento de Almagro.

Sé que algunos creen que Lucrecia, mi más querida, vive conmigo entre la cama y el balcón. Yo solo sé que las cosas se desvanecen y que ella se va, que a veces no vuelve.

Todo puede convertirse en leyenda.


Photo by: Alexandru Paraschiv ©

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