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Melanie Marquez Adams
Melanie Marquez Adams

En el tiempo de los boardwalks

Una expedición a la caza de la pizza perfecta te puede llevar a lugares inesperados. Es así como tomas el tren hasta Coney Island para darte el gusto de sentarte en el legendario Totonno’s. Un menú de lo más simple: tamaño mediano o grande. No hace falta nada más cuando se prepara uno de los mejores pies de la ciudad. Una hora más tarde, en el fútil intento de contrarrestar tu atracón de carbohidratos, llegas hasta el boardwalk.

¡Amor a primera vista! Como si en otra vida hubieses pasado allí una experiencia de película. Adoras ese universo de tienditas, bares y cafeterías, ensartados entre el mar y un parque de diversiones. Un lugar para sentarte con un helado o una cerveza a disfrutar de la brisa marina y observar los cientos de turistas yendo y viniendo, alborotados igual que las extrovertidas gaviotas aleteando a tu alrededor. Donde puedes entrar a un bar en el que todos se conocen, en el que saludan a los que van llegando por su nombre de pila. Tal como si estuvieses en el mismísimo Cheers, como si de repente el tiempo circular te transportase a un recuerdo perdido en la memoria de algún abuelo.

Una memoria de la infancia eso sí porque Coney Island tiene alma de circo, un mundo de fantasía con olor a sal. En lugar de las palomitas, una cerveza y en lugar de la música orquestal, el sonido de las olas. Una y otra vez, golpean; una y otra vez se mecen contra el muelle, crujiendo, cantando. El espectáculo principal: la marea de personas que viene y va, va y viene, traqueteando la madera con sus acentos, sus colores, sus risas. Bancos de ancianos anclados en las barandas con sus cañas de pescar – sin grandes expectativas de domar a las criaturas marinas – más bien persiguiendo lo mismo que el resto; el entretenimiento del circo, sentirse parte de la función, convertirse en uno más de los personajes de aquel mundo fantástico.

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Aunque bastante más plástico y frívolo, puedes vivir una experiencia similar en el Muelle de Santa Mónica. A mitad de camino del boardwalk te encuentras a un trovador vestido de Jesús arañando la guitarra frente a una media luna de apóstoles improvisados. Nadie se ofende, todo es en buena onda. Casi al final del muelle, unas pancartas con información histórica te cuentan la anécdota de Olaf Olsen; un robusto marino que pasó sus últimos días allí en ese rincón de mundo y quien fue, según dice la leyenda, la inspiración del entrañable “Popeye”. Cuando ves las fotos de Olsen – sonrisa pícara y ojos entrecerrados – te crees el cuento y te da gusto estar allí, viendo el mismo trozo de mar por el que navegó libre en busca de aventuras aquel héroe de otros tiempos.

Quizás es eso mismo lo que te atrae de los boardwalks. Ese olor añejo a posibilidades, cuando el futuro moderno parecía muy lejos. Un ambiente fresco bajo una carpa azul inmensa, donde el único mandamiento es relajarse y acoger ese buen feeling. Disfrutar de los puestos disfrazados de colores chillones, como payasitos que te ofrecen un sinfín de baratijas chinas, vasos de shots para los amigos; recuerdos, momentos capturados en el sombrero de un mago.

Allí se quedarán guardados hasta que un día, uno de esos en que tu mundo moderno rebosa de estrés, alcanzas a ver por el rabillo inquieto de tu ojo un magneto brillante prendido a la puerta de tu nevera. Entonces recuerdas un día de mar, caminando sobre la madera antigua sin prisas, los dedos de tus pies libres, danzando al ritmo de las olas. Un día de paseo por un lugar mágico, de los de antes, en un mundo más tranquilo, más simple. En el tiempo de los boardwalks.


Photo Credits: André-Pierre du Plessis

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