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arturo serna
Photo by: Mark Bonica ©

Tía Conchita

Tía Conchita tenía las habilidades de Casandra. Tía Casandra, le decía en un murmullo cada vez que acertaba con un pronóstico. ¿Quién supo, antes que nadie, que yo me dedicaría a viajar como un paria hacia el final de la adolescencia? Ella hablaba mucho, a veces. Cuando Bill se quedaba mudo pegado a la pantalla iridiscente del televisor en blanco y negro, tía Conchita empezaba con una canción y se metía callada en la pieza con un libro y no salía más. Se quedaba horas así. Era una madre sustituta y lectora. Ahora pienso que son lo mismo: ella se imaginó que era mi madre así como se imaginaba los mundos paralelos de los libros. Vivía en la virtualidad. Su mundo era el subjuntivo. Quizás por eso se llevaba mejor con el futuro que con el pasado. Y era lógico que desarrollara su misión como Casandra familiar. Negaba esos momentos de su niñez en los que iba al colegio de monjas y conversaba con las niñas en la iglesia. No le gustaba hablar de eso. Bill le hacía bromas y ella se enojaba un poco y lo sacaba zumbando.

A pesar de la negación, le había quedado un eco fuerte del catolicismo de la infancia.    A todos nosotros nos marcó esa plaga. Ella besaba a Bill con cierto pudor, como si quisiera ocultar el deseo. Se iban juntos al cine y me dejaban frente a la tele, con los dibujos animados. De fondo, escuchaba los cantitos de mi abuelo, ese que había sido comunista en la época más pesada. Mi abuelo y yo hacíamos una dupla especial, casi como la de Bill y tía Conchita. Pero ellos eran una pareja única: Conchita, gordita, pecosa, y él alto, rengo, con una cara de gringo que mataba, ambos metidos en la melopea nacionalista y católica, a pesar de sí mismos. Soy hijo de esa unión furtiva y de las adivinanzas de Conchita, su fervor por las palabras cruzadas y los ejercicios de adivinación. A veces pienso que mi dedicación a la filosofía tiene ese trasfondo ligado a la adivinación como forma de defensa frente al mundo. En el caso de mi tía, era su manera de enfrentar el dolor por la fuga de mi madre y por el terrible martillo de la castración católica. De cualquier manera, ella no podía escapar a la religión. Conchita  intentaba luchar contra la cárcel del presente. Jugaba a las cartas y se animaba a predecir los resultados y lo mismo hizo con las elecciones desde que volvió la democracia. En ese tiempo, entré a la universidad y ella me dijo, una tarde, recuerdo el esplendor helado de esa tarde, me dijo que abandonaría mi vida de paria, de chico malo y me dedicaría a pensar. Yo había empezado a leer a los anarquistas y sentí que era una afrenta que una mística como mi tía acertara con el futuro. Le hice la contra al principio pero después me relajé y me entregué a las aulas y los pasillos sucios de la facultad y soporté, como un estoico, las ásperas amabilidades académicas de los profesores. Ahí fue cuando descubrí mi pasión por los libros. Devoré todo lo que pasaba frente a mis ojos. Tía Conchita estuvo en todos los detalles y Bill se dio cuenta, con cierto pesar, que la hora del boxeo había terminado y que había llegado la hora de la espalda (no de la espada), el tiempo de la lectura y de la reflexión.


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