2018 – 2020
A medida que iba entrenando lo que en Psicología llaman el ojo clínico, fui dejando de ver las vidas de mis amigos con esas gafas rosas de adolescente y veinteañera. Esa habilidad hizo que comenzase a insistirle a R. para hacerle entender que quizás era una buena idea de que fuese a terapia. Su vida tenía ya varios años tomando giros y altibajos muchos más fuertes de los que la veía capaz de lidiar. Finalmente, un día me dijo que había comenzado a ir a terapia, y me emocioné mucho por ella.
Tenemos que hablar.
Tiempo después de haber comenzado con sus sesiones, R. me dice que se siente lista para contarme algo en lo que había estado trabajando con su terapeuta. Me confesó que después de habernos visto a mediados de 2011 en Venezuela, había puesto distancia con las personas que la rodeábamos porque había estado en dos relaciones abusivas. Si bien es cierto que la Paola treintañera que escuchó eso no era la misma veinteañera con gafas rosas, la verdad es que sentí otra vez que el alma se me había ido a los pies.
Durante esos años, R. había estado con dos hombres que abusaron de ella psicológicamente. Le controlaban el contacto que tenía con sus familiares y amigos, le revisaban el teléfono, le vetaban la ropa que vestía, lo que comía… Tranquila, nunca me golpearon, me dijo como si fuese yo la que necesitaba consuelo.
A pesar que hablábamos por mensajes, supongo que todo el tiempo que nos llevábamos conociendo hizo que intuyese que me había dejado en shock. Aunque no se equivocaba, la verdad es que no solo estaba impresionada de lo que leía, sino que sentía vergüenza de mí misma por no tener una reacción clínica.
En teoría, mi carrera me había preparado para escuchar anécdotas como esa, e incluso ya había tenido consultantes con historias similares. Sin embargo, no podía reaccionar igual.
A R. la he visto crecer. La conozco desde que tengo 6 años, hemos dormido, comido y reído juntas, me ha visto llorar, sabe de mis momentos oscuros también… No podía tener una reacción clínica con alguien con quien tengo una relación tan personal.
A medida que me iba dando más detalles de todo lo que le sucedió en esas dos relaciones, yo intentaba aplanar mis sentimientos de amiga y ponerme las gafas de psicóloga. Traté por todos los medios de desdoblarme de mi yo-amiga-de-R y meterme en mi yo-psicóloga. Quizás de esa manera me afectaría menos porque podía fingir que era algo más lejano a mis afectos.
Pao, no necesito otro psicólogo. Necesito una amiga.
Esa frase destruyó mi cercado. Con mis barreras hechas polvo, me dispuse a leerla. Su relato me iba humanizando todo aquello que había estudiado en la carrera de una manera como no logró hacerlo ningún profesor. Por mucho que quisiese, no podía desvincularme de su historia, como debía hacer con la de mis pacientes, porque nuestra amistad la hacía parte mía.
Ella ya le estaba pagando a alguien más por sus recomendaciones profesionales, a otra persona que no era yo. Para apoyarla como ella lo necesitaba , yo tenía que poder sentir su historia de cerca para acompañarla, sin tomar la distancia necesaria para analizarla.