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The Flash: Volver

Solitude has the peculiar and original power of not isolating us

but projecting our whole existence

out into the vast nearness of the presence of all things.

Martin Heidegger

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La primera vez que caminé en la montaña lo hice durante mi adolescencia en Caracas. En el cerro El Avila, la mascota colosal que franquea por el norte a mi ciudad. Años más tarde viajé a Mérida, en los Andes venezolanos, y me inauguré en la que entonces encontré dificilísima misión de caminar sin pensar. Tenía unos veinte años. En la única foto que conservo de ese viaje de mucha fiesta y poco montañismo, aparezco sentada en una acera con una mochila enorme en la espalda, un cigarrillo en la mano, expresión desprevenida, un mural atrás. Fue tomada minutos antes de comenzar a caminar aquellas interminables y difíciles pero transformadoras horas. Subimos por La Mucuy, creo, llegamos a la Laguna de la Coromoto y hasta la Verde. Y de vuelta a la ciudad, dos días después, a seguir la fiesta.

Un año más tarde comencé a escalar rocas, y ya esa es otra historia: de esa historia lo que viene al caso es que terminó de enseñarme que estar en las montañas, es estar y ser en las montañas. Subir un cerro es despegarse un poco de sí. Se preocupa la persona por el devenir bajo los pies –esta roca acá, qué curiosa, el riachuelo, pendiente de no mojarse los pies, hoy mi corazón late más ruidoso, he de estar caminando más a prisa porque la respiración se escucha tan fuerte– y no hay mucho más. Se preocupa la persona por el progresivo cambio de paisaje natural en la medida en que asciende –tan verde que lucía al inicio y ahora tanta roca, tanta arcilla y estas plantas obsesivamente apegadas a la tierra, menos frondosas, más bajas, se les nota la ferocidad por vivir acá en lo alto. Y lo demás es silencio. Desapego de toda pregunta, diría María Zambrano, para acercarse al centro. Aproximación al pensamiento meditativo, diría Heidegger, como método de aproximación al horizonte. Se abre un pasadizo.

 

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Photo by: Keila Vall de la Ville

Suele pensarse que los lugares están fuera. Que existen fuera de las personas. Pero un lugar es más que su ubicación euclidiana. Mucho más que las nociones económicas de uso y explotación asociadas a él. Un lugar toma significado de las narrativas individuales o culturales que recibe, y como resultado de las prácticas cotidianas o sagradas de las que participa. Son los humanos quienes establecen discontinuidades, quienes lo fragmentan, lo nombran y le dan sentido.

En la medida en que un camino se hace familiar y acumula experiencias personales o colectivas asociadas a él, cada tramo se vuelve un poco propio. Un camino es marcado por los recuerdos de lo que fuese ocurrió allí. Acá me caí una vez. Esta es la piedra que me gusta. A partir de ahora falta un tercio de camino. En este lugar ocurrió tal cosa. También las memorias colectivas marcan simbólica y materialmente una montaña. Petroglifos y pinturas rupestres son un ejemplo. Pero también árboles incendiados, derrumbes o residuos de una avalancha. Son todos elementos que dicen: esto ocurrió acá. En la medida en que se maneja información sobre esos eventos, al recorrer los lugares éstos son en cierto modo revividos.

 

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Photo by: Keila Vall de la Ville

Dice Tilley que aunque los mitos, significados y asociaciones difieran en cada caso, el tipo de lugares susceptibles de recibir significados es siempre mismo. Entre ellos, justamente están, no es de extrañarse, las montañas, las rocas inusuales, las cuevas, los riachuelos, las cascadas. Hay tipos de lugares que llaman al sentido, digamos. Que piden ser nombrados. En virtud de su carga simbólica, cuando lo visitas entras a ese tiempo suspendido que Levi Strauss llamó mítico, y que fin de cuentas es un tiempo cíclico, en eterno nacimiento.

Así que de cierta manera todas las montañas son la misma montaña. De cierto modo, tropezarse con una piedra es tropezar con todas la piedras del pasado. Saltar un río de roca en roca es saltar todos los ríos saltados alguna vez. Dejar que una cascada salpique el rostro, cerrar los ojos y sentir cada mínúscula gota, casi una brisa húmeda sobre la piel, es viajar a la primera cascada jamás visitada. Hay una cierta luz en un camino de un cerro en un pueblo en Colorado que es idéntico a la luz del camino de Pajaritos en El Avila, ruta que recorrí centenares de veces cuando entrenaba para mis viajes de escalada y que era como ir a un café del vecindario: tantos encuentros fortuitos con amistades en ese camino, tantos afectos coincidiendo en una misma serpiente de tierra y eucalipto. Hay un tramo en otro camino del mismo pueblo estadounidense, que es idéntico al último tramo en el recorrido hacia La Silla de Caracas. Subir las grandes rocas y mirar el paisaje abajo tan pequeño es revivir con cierto pesar una emoción antigua y tan asentada, la de saberse en el tope del cerro caraqueño. A un lado la ciudad, al otro el mar.

Caminar en cualquier lugar del mundo es volver a Venezuela. Siempre. Es volver al lugar en el que nací, donde aprendí a hablar y crecí, donde me hice la mujer que soy, y sí: donde aprendí a caminar sin preguntas, sin exigencias, sin expectativas. Cada vez que camino en la montaña viajo a quien he sido y soy, viajo a mí misma, a mi propio origen. Vuelvo a casa.


Photo by: Keila Vall de la Ville

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