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keila vall
Photo Credits: Nikko ©

The Flash: V. Sin nadie que pregunte, sin nadie que me preste atención

Cada extranjería es distinta a la de al lado y no disoluble en ella.

Antonio Muñoz Molina

 

Un empecinamiento

Recolecto historias, las persigo, me empecino afilando la vista, el oído. Las guardo en mi teléfono, en una libreta. Me las repito como un mantra mientras corro en Central Park si es durante ese deambular sudoroso que las he visto, no se me vayan a olvidar. Les ofrendo luego un sentido, la causa de lo que ocurre, y a veces, sólo a veces, un probable desenlace. Les procuro lo inexistente, dibujo el interior de paréntesis, armo mi historia en un collage quizá turbador, hecho de retazos de vidas ajenas y lejanas, y de la mía o los míos. He hablado sobre este placer y este empecinamiento con el fotógrafo Ricardo Armas, por ejemplo, quien sale también a la calle en busca de imágenes de las que se apropia. Antes con su cámara. Ahora con su teléfono. Voy con este aparato yo también a mano y no para llamar a nadie, sino para guardar en él lo que recolecto. Justamente en estos días he estado leyendo Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina, que podría decirse, si se quisieran decir solo tres cosas sobre él, es un libro sobre la obsesión de mirar a la amada y a sí mismo en la intimidad; es un libro sobre el delirio que ofrecen y han ofrecido siempre los paisajes callejeros; y sobre la relación entre este empeño y la escritura.

 

Soy toda oídos

Con Un andar solitario entre la gente en el bolso, subí al metro. Soy todo oídos. Escucho con mis ojos. Escucho lo que veo en los anuncios y en los titulares de los periódicos y en los carteles y letreros de la ciudad. No llevaba audífonos puestos porque ya no los uso, no escucho música en la calle lo cual es una pena y a la vez un lujo: cuando hablas se silencia el mundo, escribí en una novela y alguien me lo recordó hace pocos días. Cuando escuchas música intentando mirar, se silencia el mundo, diría ese mismo personaje. El mejor modo de no oír nada es llevar los auriculares, dice también Muñoz Molina. Así sin aparentes obstrucciones me encontré a mi misma frente a una mujer cuyos ojos se me quedaron clavados. No se van.

En sus cuarenta, ella luce unas ojeras pronunciadísimas y los ojos enrojecidos e inflamados delatan muy pocas horas de sueño. Parece no poder mantenerse en pie con entereza, aunque lo hace. Sujeta del tubo horizontal sobre nuestras cabezas, va. Parece que tuviera un siglo en esa posición, el cansancio no le sienta bien, ¿y a quién sí?, pero va bastante maquillada, los círculos bajo sus ojos siguen siendo cenicientos pero evidencian un claro empeño por cubrirlos. Parece que ha tenido la oportunidad de acicalarse, de ocultar la comprobación de la noche infame que la expulsó hacia la calle poco tiempo atrás. Algo rechina. Entre las piernas lleva un angosto maletín de cuero, de oficina, a punto de estallar, y un breve bolso de tela negra, súper apretado también su contenido, que a pesar del color luce muy sucia y también deteriorada, el cierre roto, remendado con imperdibles. Este mínimo equipaje cuenta la historia de una mujer que ha viajado kilómetros antes de llegar donde está, una mujer que ha recorrido el mundo en mil días, con sus tormentas de arena y sus aguaceros feroces. Este equipaje cuenta la historia de una mujer que tiene pocas horas fuera de casa. No cabe mucho allí, por más esfuerzos.

 

Soy toda ojos

De vez en cuando la mujer y yo cruzamos miradas pero nadie se detiene en ellas. Yo bajo la mía pues me mira con poca simpatía, o será el cansancio. Algo encuentra que la llama. Algo ve ella en mí, aunque muestra a mis ojos que la miran una expresión vacía. Diría que me ofrece un cierto espíritu retador. Dice Muñoz Molina al describir su andar solitario entre la gente de Nueva York –no he llegado aún a esta página pero cuando la lea, recordaré el viaje, la prefiguración literaria en voz del maestro no me asombra aunque tampoco la paso por alto: Sabe que, por prudencia y hasta por buena educación, debe controlar el hábito de mirar a los ojos. Sabe que puede ser desconcertante y mal interpretado. Las personas no están acostumbradas aquí a encontrarse con los ojos de los desconocidos. Si uno de ellos busca tu mirada será por un motivo indeseable, o al menos sospechoso… Nosotras nos miramos por breves instantes, los justos. No sonreímos. Sonreír sería intoxicante. Vamos. Siento pudor. Cansancio y desazón en su rostro. ¿Y en el mío? Una compañía espectral pero incondicional es lo único que siento está dispuesta a recibir, y le ofrezco. Como fuere, el itinerario de cada una bajo tierra delimitará el alcance de nuestro encuentro. La incondicionalidad tiene una condición: la estación de destino de cada quien. No sabemos quién bajará primero.

Observo con los ojos muy abiertos, lo que quiere decir aparentemente sin detallar pero detallando desde la intuición, desde una mirada periférica que se equipa de sentido en la medida en que me quedo quieta, y apenas respiro. Cubre el cuerpo de la mujer un vestido de poliéster muy fino, de colores tropicales, apenas más largo que la rodilla, un vestido de verano, liviano, ¿son guacamayas?, desconectado de los tres o cuatro grados centígrados de los que viene y a los que volverá muy pronto. Botas altas de semi-cuero, supongo que si fueran más lujosas o más nuevas tendrían el beneficio de llamarse vegan, color café. Siento sus ojos sobre mis gastados botines de patente. Ahora sobre lo que resta de mi figura. Podría moverme de sitio, pero algo no me lo permite y es más que mi tendencia al acecho. Moverme supondría mi claudicación, y demarcaría también los límites de mi amor. Sí. Eso he escrito. Los limites de mi amor. Todo su rostro, vuelvo y [a]noto, lleva una gruesa dosis de base y blush. Corroboro a nadie, a mí misma: esta mujer no ha dormido. Es la una de la tarde y parece que fueran las infinitas horas del no retorno. Intento no mirar más.

 

Despertando en New York

Dos estaciones más adelante dos asientos se liberan, ella se sienta, y corriendo más atrás se le une un niño. Estalla la pantalla de mi cámara invisible. Debe tener unos siete u ocho años y lleva una camisa de pijama, un pantalón deportivo de algodón inmundo desde hace tanto, con huecos en las rodillas. Zapatos deportivos, de Cars, sin medias. Hoy hay colegio. La ausencia de mochila escolar y el vestuario lo ubican en otro plano. El pequeño se recuesta de la mujer, que no lo ve. El niño es tan chico que puede girar sobre sí mismo en el asiento del metro sin tocarla. Sube los pies hacia una de las paredes del vagón:

Poetry in motion, dice el panel sobre el que el pequeño apoya sus pies.

Leo:

 

Awaking in New York

Maya Angelou

Curtains forcing their will
against the wind,
children sleep,
exchanging dreams with
seraphim. The city
drags itself awake on
subway straps; and
I, an alarm, awake as a
rumor of war,
lie stretching into dawn,
unasked and unheeded.

 

Siguiente estación. Se bajan los pocos pasajeros sobrantes en nuestro extremo del vagón. Quedamos la mujer, el chiquito, y ahora, como multiplicados por arte de magia, dos niños más. ¿Misma edad? Camisa de pijama casi limpia, pantalones muy sucios y maltratados, zapatos deportivos muy viejos y usados, sin medias. El primer niño mira ahora perdido el infinito oscuro del túnel por la ventana [Curtains forcing their will / against the wind / children sleep,/ exchanging dreams with  / seraphim. The city / drags itself awake on / subway straps]. El segundo, lleva un biberón en la mano, lo va bebiendo desordenadamente, un trago ahora otro luego, distraído, fuera de sí, con la mirada perdida, triste. El tercero sujeta una brevísima construcción de cinco o seis piezas de legos, y es el único que lleva abrigo. Tres niños callados, uno mirando al piso, el otro perdido en la nada con un juguete en la mano, un último con los ojos clavados en el piso. Tres niños enfrentados y perdidos en un vaho. Tres niños sin medias y tristes que no vienen del colegio, no se hablan ni se miran entre sí. No me miran. ¿Por qué habrían de hacerlo? Van ensimismados. Me pregunto si tengo algo que ofrecerles sabiendo de antemano que no. Me sostengo del poema en la pared.

 

Como el rumor de la guerra

Hemos llegado a Chambers. La mujer se pone de pie y sin mirarlos anuncia Lets go, change of lines. Los siento cruzar la puerta sin decir palabra. La siguen, con el paso lento, apesadumbrado, sin tocarse, sin tocarla. Los niños se mueven en un vacío de miradas en el que muchas veces parece que no existen ni las miradas de sus padres, leeré pocos días después en Un andar solitario… Se han cerrado las puertas. Cuando pocos minutos más tarde se detiene de nuevo el tren, salgo del vagón. Estación equivocada. No espero en el túnel. Subo. Debo caminar. Debo respirar. Alargando la llegada al sitio donde voy, dueña ahora a mi manera de una historia tan precaria, me pregunto con algo de frío de qué sirve salir a mirar [I, an alarm, awake as a / rumor of war, / lie stretching into dawn, / unasked and unheeded.]

 

Despertar en New York

Maya Angelou

Cortinas forzando su deseo
contra el viento,
niños dormidos,
intercambiando sueños con
Serafín. La ciudad
despierta arrastrándose en
sujetadores del tren; y
yo, una alarma, voy despierta como
el rumor de la guerra,
yazco estirada hacia la aurora
sin nadie que pregunte, sin nadie que me preste atención.


Photo Credits: Nikko ©

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