Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
keila vall the flash
Photo Credits: Charley Lhasa ©

The Flash: Find my iPhone

Para Flavia.

La despedida

¡Gracias! I’m a reader! You know?  Dijo sosteniendo mi novela dedicada en alto, con una sonrisa. Gracias, mama, I’ll read it. Y aún con el libro como una bandera, un testigo entre las dos, agregó: Ahora sube. Tus niños te esperan. Yo di cuatro pasos apresurados para ajustarle un último abrazo que no correspondió del todo, y permanecí por unos segundos quieta hasta verla perderse tras la puerta batiente de mi edificio. La pantalla del teléfono marcaba las 10:26 de la noche. Mis hijos dormían. Al subir, me dediqué a cambiar la clave, a responder dos mensajes sin leer desde las 5 pm. Luego guardé en mi maleta los souvenirs comprados aquella tarde.

 

Pinball en Inwood

Dos horas antes yo rebotaba entre cuatro, seis esquinas cercanas a la calle 200 y la avenida Amsterdam, buscando al Bus depot, buscando al Bus dispatcher, sin saber si ambos términos eran sinónimos, sin un teléfono a mano con qué traducir bus depot y bus dispatcher. Porque cuando uno está preocupado, no piensa bien. Preguntándome si alguna de las dos palabras suponía la existencia de un edificio con un anuncio: MTA NYC, si era posible hallar estas siglas en un muro, si al menos podía esperar encontrarlas en el traje de algún ser humano.

Pinball en cada esquina preguntando a un transeúnte y rebotando hacia el lado opuesto. Al final comprendiendo, con los pies adoloridos y el maquillaje un poco corrido –sólo un poco, sugiriendo no un llanto incontrolable sino los ojos a punto de lágrima de tanto esperar y de tanto caminar de una esquina a la otra, y de tanto frío– que lo que yo buscaba en efecto era un ser humano.

Un Bus dispatcher es un ser humano que en tiempos de otoño se guarece del frío dentro de su auto y desde allí trabaja, asegurándose de que los autobuses de la línea a su cargo lleguen y salgan a tiempo, que los conductores releven los turnos, que un teléfono perdido aparezca si ha de aparecer. Caramba: Dispatcher. Despachador. Fue horas más tarde que caí en cuenta de lo obvio de la respuesta que buscaba. Yo salía a Madrid pocas horas después. Cuando debía estar presionando botones en un control remoto para probablemente ver bajo las sábanas de mi cama Harry Potter o The Flash, me desplazaba con mucho frío de un lado al otro en la parte alta de Manhattan, sintiendo que los seres en apariencia transitorios a mi alrededor, aunque algunos francamente apostados esperando quién sabe qué, comenzaban a reírse con disimulo de la torpeza que yo no lograba ocultar. Cuatro esquinas son infinitas cuando no sabes qué esperas de ellas, qué buscas en ellas.

 

Dunkin’ Doughnuts has the answer

Finalmente un hombre iluminado por un anuncio naranja y rosado sobre su cabeza, y vestido de azul marino, señala más allá de lo que logro identificar con la mirada.

Look for a vanilla SUV at the next corner.

Siguiendo las instrucciones y sin creérmelo del todo: tan fácil, tan extraño, tan absurdo todo, llego al automóvil y me asomo un tanto apenada a la ventana. Una mujer no muy amable en el asiento frente al volante se me queda mirando cuestionadora, y no muy amistosa, y a mi explicación torpe responde:

But, who told you to come here? Who told you I had the phone?

– No, nadie me dijo que usted tenía el teléfono. Sólo me dijeron que “viniera al bus dispatcher”.

Entendió cuán perdida estaba. Con lo que me pareció una expresión de moderado desprecio hizo varias llamadas. Circundando el vehículo para moverme, no tener (más) frío, esperé.

I can’t find it. No one has seen it. Tiene que esperar. Hasta el final de la jornada. Como hasta las once.

– De acuerdo. Espero, – respondí.

Entonces me miró con cierta simpatía. Habrá notado mis manos empecinadas dentro de los bolsillos, mi movimiento ligero para aligerar la temperatura:

– Why don’t you seat inside, mama? It’s very cold outside.

Entré. Sin orgullo y con calefacción esperé ahora sentada junto a ella, a la hora de la bachata.

Lanzo una moneda al aire / cara o cruz / beso, atrevimiento, o verdad / eliges tú / con solo una mirada / comprendí que me querías / que ese juego de niños / no fue una tontería.

 

Yokasta y Keila.

Una vez alguien dejó su bono de navidad en un autobús. Haciendo las llamadas necesarias, Yokasta pudo recuperar el maletín con el monto intacto. Al entregarlo a su dueño, éste quiso recompensarla económicamente.

– No! That’s not the way it works, las cosas no son así. Uno lo hace porque hay que tener corazón. Además, hoy haces una cosa buena tú, mañana alguien hace algo bueno por ti.

Yokasta supervisa. Yokasta pasa las páginas de un bloc en su contenedor metálico. Yokasta llama por radio. Yokasta también es mamá. Un conductor de azul marino y gorra se asoma a la ventana de su camioneta. Su turno ha terminado, pide autorización. Ella llama por radio y se asegura que el encargado siguiente ya está en su puesto. –Listo. Ve tranquilo, –dice. Otro llega quejándose, su relevo no aparece. A éste le toca esperar: –So sorry, dear. – El hombre que me guió casi una hora antes hasta el puesto del copiloto desde el que soy ahora testigo del mundo gracias al que el transporte terrestre del oeste de New York se desenvuelve sin contratiempos, se asoma por la ventana.

You’ve been here for too long. Ve tranquilo, mi amor. Hasta mañana.

El hombre da las gracias. Agachándose un poco más para mirarme, me desea suerte. Se despide y se pierde en la calle. Es de noche cerrada.

Yokasta me presta su teléfono para avisar a quien hace sobretiempo cuidando a mis hijos mientras llego, que me tardaré aún un poco más. Le cuento de mi viaje. Le digo que escribo. Sí, ficción y poesía. Y crónicas. Esperamos. Hora del raeggetton. Báilame como si fuera la última vez / Y enséñame ese pasito que no sé / Un besito bien suavecito, bebé / Taki taki / Taki taki, rumba.

Esperamos.

Entonces las preguntas, sobre qué es la novela. Le cuento al mismo tiempo sin poderme separar de la pantalla iluminada en el tablero de su camioneta que indica son las nueve y cuarenta y tres, las nueve y cincuenta y cinco, las diez y tres. Yokasta entiende. Ella también es mamá, de una niña de ocho y un varón de cuatro. No leen mucho, aunque ella intenta.

– ¿Qué libro les compro que les pueda gustar? En la casa si me descuido es puro technology. Es desesperante.

– Es normal. Cómprales Oliver Jeffers. Todos los libros de él son una maravilla.

Me pasa un papelito.

– Anota ahí dos o tres libros. And give me your email. Yo te aviso si aparece.

– ¿Cómo?

Guarda silencio. Con expresión amistosa me pregunta:

– Dónde vives tú?

Le doy la dirección.

 

Keila y el violinista

A las cuatro de la tarde de ese mismo día, en el autobús 104, esta conversación ha tenido lugar:

– ¿Quieres esta galletita?

Ajusto el violín de mi compañero entre las piernas para sacar unas galletitas con chips de chocolate de una bolsa de tela que dice Bitter Laughter. ViceVersa Magazine.

– Ahhh… Ya no me gustan esas galletas

– ¿Y eso? ¿Por qué? Por cierto, mira lo que salió en este periódico de Madrid – saco el teléfono del bolsillo–: ¡Mira! Una noticia sobre la presentación de la novela en Madrid. Seguro no quieres galletitas?

– No. ¡Qué linda! ¡Usaron esa foto!, ¡la que yo te tomé! 

– Hmmm. Si no quieres las galletas… mira lo otro que te traje

– ¡Ay! ¡Gracias! ¿Lo abres?

– Sí. Pero apúrate. Toma dos sorbos rápido, que estamos llegando. Apúrate que vamos tarde.

– Voy.

– Dale, cuidado con el violín. Listo. Ok. Dale, corre. Cuidado con el escalón.

– A que hora es la clase?, – pregunta saltando hacia la acera.

–Ajá. A las 4.

– ¡Son justo las 4!, – dice viendo el reloj digital de la parada.

 

Lost it!

El violinista y su mamá corren. El violinista saca su violín, la mamá busca algo en los bolsillos. Algo que no aparece.

– Creo que lo dejaste en el asiento.

– ¿Qué?

– Yo vi que lo pusiste en el asiento cuando me mostraste lo de Madrid.

– Coño. Voy a buscarlo.

– ¿Dónde?

– No sé. Saliendo de acá bajas a la segunda clase, ¿vale? Pilas. Tienes que correr. Piso 3.

– Ya sé.

– Pilas. No dejes nada.

Beso. Corro.

 

Siga a ese bus

Corro a la parada de autobús. Uno está saliendo. No abre las puertas. Subo a un taxi, no sé por qué lo hago, y no puedo sino sentirme la caricatura de alguna película de aventuras cuando digo: siga a ese bus. El hombre es muy eficiente, conduce a toda velocidad, así que pronto bajo del auto, corro hacia la parada de la línea a la que pertenece el autobús donde mi teléfono quizás aún yace en una silla. Subo sudando al siguiente autobús y explico. El conductor me mira con expresión cansada. No debo lucir muy bien porque me manda a sentar y a calmarme. No hay radios, dice. Nadie a quien llamar, añade. Hay que tener paciencia, concluye. Be patient. Hay que quedarse sentada hasta el final de la línea.

 

Calle 41 con 8ª avenida, en Times Square.

El encargado de la línea parado en la esquina, radio plástico en una mano y carpeta de metal en la otra, teléfono en un bolsillo, escucha mi historia. Llama, pregunta. Nada. Al despedirse pide mi número de teléfono para avisarme si mi teléfono aparece y al instante se da cuenta de la torpeza.

– Acá no tiene nada qué hacer, concluye.

Recomienda que vaya al bus dispatcher en Inwood. Corro de vuelta al metro. Mi hijo debe estar por salir de su segunda clase de violín. No recuerdo ningún número de teléfono, no puedo llamar a nadie y no uso reloj de pulsera. Pregunto a tres turistas haciéndose un selfie frente a las gradas en las que venden tickets de Broadway. Me tropiezo con un señor M&M. Y con Batman, que quiere una foto conmigo. Las turistas me han dicho que tengo aún media hora, así que entro a una tienda de souvenirs y compro una franela blanca con letras en negro que dicen New York City (la franela de Lennon) y tres imanes de nevera. Souvenirs para el viaje. Bajo al Subway. Busco al hijo. Lo dejo en casa y subo a la doscientos y pico con Amsterdam. Busco el bus dispatcher. El bus depot. En Amsterdam conozco a Yokasta.

 

Es tan tarde.

Los niños duermen. Sólo una luz encendida en mi apartamento. Escribo un último email:

Querida Yokasta.

No tengo palabras para agradecerte.

Escríbeme. Si quieres un día de estos te visito y tomamos un café.

Ya tienes mis datos.

Gracias de nuevo, mil gracias!

Keila.

P.D. Ojalá te guste mi novela.


Photo Credits: Charley Lhasa ©

Hey you,
¿nos brindas un café?