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rosa chavez
Photo Credits: jive667 ©

Terapia de Campo

Hace varios años asistí a un taller en Valle de Bravo. Uno de sus objetivos era encontrar la misión en la vida. Miraba al grupo que sufría tratando de hacer los ejercicios y el instructor, al verme muy relajada, me enfatizó que terminara el trabajo. Segura de lo que hacía le aclaré: “No vine a encontrar mi misión, desde pequeña tengo varias. Mi objetivo es otro” Efectivamente, no estudié para ser psicóloga, esa es mi misión. Dentro de las teorías elegí varias: transpersonal, logoterapia de Victor Frankl, sistémica, la filosofía oriental de Jung y las humanistas.

En una ocasión una amiga me invitó a viajar rumbo al Puerto de Manzanillo. En cualquier escenario, cuando tengo la oportunidad de entrar en contacto con la gente, hago terapia de campo. Decidí viajar en camión porque es más relajante. El primer “paciente” fue el taxista quien, cuando no habían pasado cinco minutos, ya me estaba contando los problemas que tenía con sus hijos. Hablamos y, aunque no se percatara de que era Psicóloga luego, antes de despedirnos me pidió mi tarjeta con la esperanza de que les ayudaría a resolver sus problemas. Instalada en mi asiento, mientras me preparaba para ver una película, percibí la tristeza de mi compañera de viaje. Era una joven madre, deportada como miles de compatriotas. Iba de regreso a su pueblo, después de despedirse de su hijo de 13 años en el aeropuerto. Diez años atrás había sido deportada de las Vegas en donde laboraban, ella y su esposo y vivían con el hijo de tres años. Tras una decisión muy difícil, regresó a su pueblo mientras su hijo y esposo permanecieron en E.U. Cuando ingresó a la primaria, el niño pasó algunos años con ella, pero, a causa del idioma, del sistema, no pudo adaptarse a la escuela y decidió regresar con su padre. Ella estaba por cumplir la penalización y no pierde la esperanza de regresar. Es la dolorosa realidad de las familias apartadas. Le dije “cuenta conmigo” y sellamos el pacto con un abrazo.

En una pausa comí en un pequeño restaurante, solo un tente en pie. Una señora del aseo, casi de ochenta años, barría bajo las mesas. Me observó un rato y luego inició la comunicación: “Usté cree… trabajo para comprar las medicinas de mi hijo. Tiene esquizofrenia, ya tiene quince años enfermo, ¿usted sabe que es esa enfermedad tan fea?” – A eso me dedico, fue mi respuesta. “¿usted puede ayudar a mijo?”

La señora recibe el salario mínimo, no tiene seguro social y el seguro popular no cuenta con los medicamentos, de manera que parte de su escaso sueldo lo gasta para comprar las medicinas que necesita el hijo. Le prometí buscar un donador altruista.

De regreso a casa, con las pilas recargadas, la piel bronceada, empapada por el sudor, pero no de la frente por el trabajo arduo, sino causado por el calor intenso del verano, me disponía a leer, cuando me percaté que aún faltaba otro paciente, el último del viaje. De nuevo surgió la empatía, la necesidad de ser escuchado. “Mi hijo se suicidó hace un año, no entiendo porque lo hizo, un joven tan guapo, las muchachas lo seguían, 1.90 m de estatura, ojos verdes, con toda una vida por delante. No quiero echarle la culpa a la nuera, que Dios la perdone, pero varias veces delante de nosotros lo llamó poco hombre, hasta que se separaron. Él regresó a México, pero, ya no se sentía bien en el pueblo, fumaba mucho. Fue con un psiquiatra, pero, no mejoraba, y con las medicinas se la pasaba dormido. Tengo mucha fe, Dios sabe porque hace las cosas, se dio un tiro, ¿se imagina?, todos estamos muy afectados. Gracias a Dios que la puso en mi camino, yo sé que usted nos puede ayudar”

La pérdida de un hijo es uno de los duelos más difíciles de resolver, el suicidio y las desapariciones superan cualquier otra causa.Otro abrazo y la satisfacción de dejar una esperanza de recuperación. Es una sensación que no tiene precio.

Recuerdo cuando estaba en la universidad. En la práctica de psicoanálisis, nos advertían de mantener la distancia emocional con los pacientes, por el efecto de la contratransferencia. Los años de experiencia me han confirmado que a los mexicanos no nos funciona la distancia. No tengo temor, así como tienen los profesionales americanos que se cuidan de las demandas y hasta compran un seguro para tales fines.

Servir es parte de mi naturaleza. Hay tanta gente necesitada de ayuda que no puede pagar una terapia. Pensé en los programas para los ninis que tienen obsesionado al nuevo presidente, y pienso que con tantas necesidades podrían enfocarse en otros temas: la salud mental, los conflictos familiares, los afectados por alcoholismo, los atrapados en las drogas. Ellos no necesitan que se les repartan únicamente dinero y medicinas, necesitan que los escuchen, terapias con empatía, y así aprender a manejar sus conflictos.

“Compartir es establecer puentes mediante la sintonía y la compasión, nada enriquece más que aplicar el conocimiento. Las alegrías cuando se comparten se multiplican, las penas cuando se comparten se hacen más pequeñas”.


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