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Paola Maita
Photo Credits: Erik ©

Tenemos que hablar

Siempre me he preguntado por qué la luz de los postes del alumbrado urbano es color auyama (calabaza). Creo que alguien alguna vez me lo explicó, pero no recuerdo la respuesta. Esta mañana volví a preguntármelo, mientras un rayo cenital bañaba mis zapatos. ¿Por qué estaba hoy, antes de las 6 a.m., filosofando sobre los colores del alumbrado público?

Podría responder de inmediato, pero ¿Qué escritor no disfruta al crear un poco de tensión? Una tensión manejable, me permito señalar, no la inhumana y enloquecedora que está creando quien quiera que sea el guionista de este episodio de novela que llamamos “2017 en Venezuela” y que está matando más gente que George R. R. Martin.

La cuestión que me llevó a requemar, como decimos los venezolanos cuando alguien piensa demasiado las cosas, es una simple frase que tiene días rondando en mi cabeza: Tenemos que hablar, tres palabras que creo que narran el cuento de terror para adultos más corto y sencillo. No conozco a la primera persona que escuche esa frase y no pierda la serenidad aunque sea por un respiro.

Imagino la cara de confusión del lector, pero prometo que todo tiene un sentido. Sí, tenemos que hablar, y no, no de Venezuela como un todo, sino lo que estamos viviendo sus partes. No pretendo subrayar el caos general en el que andamos inmersos los venezolanos, incluyendo los que están fuera de sus fronteras, porque “país” no es un concepto geográfico solamente (eso le corresponde a territorio); sino enviar estas líneas como una especie de mensaje embotellado a aquel que lo lea.

Quisiera conocer en este momento al primer venezolano que esté en perfecto estado de armonía para preguntarle qué carajo hace para estar así. Todos los que conozco estamos en lo mismo, pero nadie termina de aclarar de lo que tenemos que hablar. ¿De qué? Yo creo que tenemos que decir cómo nuestra familia se ha roto, se está rompiendo y se romperá, hablar de la sangrante herida emocional que cada uno está teniendo y que no sabemos cómo suturar, de que tenemos una casa por cárcel porque salir es casi imposible por temas económicos y/o de seguridad, de cómo los últimos 18 años de historia cambiaron la vida de nosotros y nuestros descendientes en los próximos 50 años, de cómo cada uno de nosotros contribuyó a ignorar una deuda social atrasada, de que no somos parte del país más rico del mundo, de que alguien como Pérez Jiménez ni algún otro militar es una solución, de que no podemos devolver el tiempo, de que nos hemos atrasado socialmente, de que tenemos una tierra afortunada pero no quiere decir que sea bendita e intocable,  de que debemos reformar nuestra ética de trabajo, de que debemos usar el humor para reflexionar y no para evadir, de que el ¿Cuánto hay pa’eso? tiene que desaparecer, de que la culpa no es sólo de los políticos, pero por sobre todo, de que si no tenemos cuida’o podemos ser parte del mismo error de nuevo.

La luz naranja me iluminó no sólo los zapatos, sino todo esto que debemos comenzar a revisarnos como individuos, por muy requemado que suene. La colectividad no se construye desde el todo, sino desde los elementos, en este caso, nosotros, los elementos-venezolanos, tenemos que adelantar la tarea de tener esa conversación incómoda con nosotros mismos, y no dejarla pa’cuando esto se acabe.


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