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Te van a botar de ViceVersa

¿De verdad se han «rendido» los que se fueron o planean irse? ¿Estamos muertos en vida los que nos quedamos o de verdad libramos una «lucha» patriótica? Ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, como se dice.

Las decisiones vitales de la gran mayoría de la gente no alcanzan esas alturas heroicas. Se toman en la mezcla íntima de posibilidades y limitaciones, afecto y desespero, coraje y cobardía. E inercia, sobre todo inercia. Esa mediocre materia de la vida personal.

Krina Ber

 

Te dejo pues, chaíto, no te interrumpo más, te van a botar.

Sigo sin trabajo fijo pero Dolly cree que soy empleada de una revista niuyorquina. Mientras más le aclaro más piensa que le miento sobre mis logros para que no se sienta peor por su mala racha. Después de  su última caída debe dejar su propia casa.

Ya tiene fecha. Le hablo mucho,  lo último que se me ocurrió fue recordarle sus traducciones de Nelly Sachs que en Suecia pudo sentarse a escribir. Cuando nos vamos siempre podemos esperar que la falta de sosiego dicte en voz alta, en casa se han podido acumular capas intocables de cosas no dichas. Con sus huesos curados imagino a mi amiga tomando un tren a Estocolmo en verano para ver dónde vivió la poeta y hartarse de ofertas vikingas. Pero lo que consigo es que piense en lo asqueroso de comer reno asado, un platillo escandinavo. Si en Bolívar cocinamos carapacho por qué hacernos las delicadas ahora, pienso. Le leo la descripción de los cisnes cantores y las garzas avetoro que hace la escandinava Dorthe Nors y lo que consigo es que tema no volver a ver las ibis escarlata que llegaban a los charcos a ciertas horas de la calina. Desde que sabe que se va nada le cuadra: Toda Escandinavia carísima, helada y rara (le han cortado varias veces la cabeza a la escultura de la sirenita); París neurótica se ha vuelto patética; Madrid la acomplejada; Caracas (hablamos siempre de Caracas como si se tratara de un país: Caracas la echona resentida); Venecia o Roma, las hediondas medio ahogadas en agua turbia y polvo; Argentina y Chile, amargadas; México, Colombia, Ecuador, Bolivia o Perú, motolitas (habla como mi abuela, “motolita” en lugar de hipócrita o taimada). Y a su Alemania de origen la califica de panteón bien pulido y meado tras lanzar una grosería en dialecto (para no olvidarse que había sido refugiada alemana en los años cincuenta  en la propia Alemania).

En el Facebook los viajeros prosperan. En los capítulos de Latinos por el mundo el mundo mejora con ellos. En Destino España los que llegan lo logran;  ni siquiera los refugiados de menos recursos se congelan allá. Son rescatados medio muertos y al mes avanzan rozagantes convertidos en emprendedores. Aquel miasma siniestro de cierta Europa donde hemos vivido como muchachas de extrarradio empieza a ganar todo su ánimo. Mejor empiezo a convocar viejas sabias, antes de que vuelva a romperse otro hueso.

La señora mayor budista del conversatorio sobre Chile no se toma el trabajo de poner los ojos en blanco. No parece muy dispuesta a rituales audiovisuales. No cuida, no se apega o desapega, no es sorprendida por el espíritu. Las pensiones y la codicia, la tierra explota desde fondos minados, brotan complejos y esperanzas, salpicaduras de lo que siempre parece  que es el último cartucho de una vieja mente; ni la vida breve ni la perdurable entran a debate. Sabe que debe exponer primero que nada lo que el estado le adeuda.

La señora de Bolivia aclara que no es aymara a pesar de su apellido y apariencia. Su concepto de cultura real no se va a seguir prestando a la estafa de un indianismo de estado. Una argentina no la entiende al principio. Está angustiada porque cree que “volvió la derecha”. La boliviana le dice que es comprensible pero que no se olvide de los pacha-mamertos de izquierda. El estado de método autoritario se llena de gobiernos  que apelan al corazón, desde derechas e izquierdas. Pero qué banalización es ésa, con su barniz anarquista, parece pensar la de Argentina, casi a punto de ponerse una pañoleta blanca.

La boliviana dice que su bibliografía es anticuada  y que precisamente eso es lo que  rescata su memoria de cómo renacen siempre Huamán Poma de Ayala y Walter Benjamin en una mente que teje, porque necesita revertir sus complejos. Varias señoras, incluida otra boliviana, se enojan más. Dolly sonríe al fin.

Aquella vieja india defrauda, no les resultó tan chamana, no quiso repartir hojas de coca ni masticarlas ni invocar ni cantar en aymara esta vez. Qué golpe ni qué golpe, dijo.

La miro bien y comprendo que no está abusando de sus años que en su comunidad le confieren derecho a la socarronería. No es una vieja de Ciudad Bolívar donde a los veinticinco ya nos volvían invisibles. En realidad ella viene diciendo desde hace tiempo que la espectacularización del pobre y del indio y de la minoría es lo más peligroso para este fin de año.Para mí”, enfatiza. “Para mí” los esencialismos nos van a confundir ahora. Las etiquetas fijas son contraproducentes, no son casillas paraguas para cobijarse. Pensarse en nosotros no es diluirse en otros es ser parte de. Solamente parte. Oigo que Dolly está aplaudiendo.

No hay señoras venezolanas en el conversatorio. Tal vez no pudieron llegar. Todavía somos de esa clase de viejas que lidian con un trauma demasiado reciente: encontrar comida, cargar agua, bombonas de gas, curarse solas. Elaborar ha sido tarea de los rescatistas culturales. No nos tocan los mejores intentos de introducir  la marca Venezuela al mercado virtual a través de individualidades selectas, sino recoger y pegar rotos. 

La estrategia de la boliviana es muy fina. Lleva encima el kit básico repartido por los estados que cosifican y legitiman las luchas usando ornamentalmente lo que más interpela, pero  ella misma describe su atuendo en realidad nada purista; no soy aymara, tuve que estudiar la lengua, habito mis contradicciones e intento revertir mis complejos.

Ahora quisiera contárselo a todas sus viejas amigas. Incluso a las nostálgicas que tras evitarla durante años han vuelto a contactarla porque ahora escuchan su acento en sus propias calles en empleadas domésticas que son abogadas o maestras venezolanas, reaccionarias pero con modales suaves. Qué simpáticas, qué amorosas, qué bien portadas. Cómo no recordarte. Saben limpiar, arreglan pelo, cocinan rico, manejan, tocan música de cámara. No se parecen a otros emigrantes dañados, los hipócritas a la defensiva que siempre han circulado haciéndose los invisibles, al acecho. De esa clase que se mezcla con desubicados o con hampones locales. 

Hasta que empiezan a correr rumores. La reina de belleza doctorada en gestión empresarial, maracucha venida a menos, que desfalcó el negocio de gente decente en varios países. La vengativa que llegó lejos practicando sexo oral. La de daños que sembraría a su paso.  Pero esto no se lo dicen en voz alta, no sería correcto discriminar en este momento del éxodo.

Y que alguien se atreva a comentarle algo a Dolly ahora. Lo único que le queda es una leve mueca socarrona que gracias a la sabia boliviana va a superar.

La señora también cuenta que le duelen las rodillas y añade: dicen que es orgullo, ¿o son dolores que expresan conflictos psicosomáticos?

¿Y los huesos rotos? Los expertos dicen que la fractura  es el aviso de que nos aferramos al pasado. Lo más difícil de llevar para Dolly es sobre todo los estragos del doble discurso. Es silencio sobre el área de dolor que se quiere olvidar,  la tutela universitaria que la amarraba a la enorme piedra de la casilla fija. Se suponía que aquello la salvaría. Y la boliviana suelta finalmente que sólo vale alentar gestos contra los encasillamientos. Entendemos el tráfico de etiquetas protectoras, ella misma si no tuviera apellido indígena no hubiera sido invitada a tomar la palabra en los foros de resistencia. Dolly quiere oír ahora cómo suena la avetoro de las marismas nórdicas. Le gusta. Tal vez pueda ir a escuchar carrizales y mugidos subida en bicicleta.

La vieja que hemos creado en estas conversaciones con la risa áspera con su más allá de dualismos, más algo de la señora budista del conversatorio que tiene de pronto la misma expresión de quien recuerda, de quien no olvida lo que le ha costado su puñado de conciencia, que sabe que ya no va a aleccionar a nadie tampoco. Las viejas emigrantes, las de otras partes,  las que brotan de las fronteras de los subterráneos y de las orillas geográficas en esta oleada de rabias, nos recuerdan demasiado a nosotras mismas en todos los tiempos. 

El dolor de huesos de mi amiga se parece al mío. No es la ausencia de micro-redes de “comunalidad”, ni desilusión. Estamos aisladas entre paquetes y libros que no podemos cargar entre silencios. Mi otra amiga de Medellín, a quien también le envío videos de la boliviana y que va a cumplir setenta dice que no iba  a permitir a los rebeldes que destruyeran el metro, pero que tuvo que quedarse porque le dio una conjuntivitis tremenda, que gracias pero no puede ver pantallas. Le cuento a Dolly que diagnostica  muy seria: ¿Se enfermó de los ojos? Eso es “terror a la separación”.

Y ya, vete a escribir porque te van a botar de ViceVersa…


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