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alejandro garcia vielma
Photo Credits: mini_malist (need a break) ©

Tango, el primero (Parte VII)

Escribí este texto tras mi salida del país, Venezuela, con destino a Buenos Aires. Es una narración de no ficción, pero con una estructura enrevesada: la única forma que encontré para contar lo vivido. Fui poseído por muchas emociones y pensamientos.  Nunca busqué la originalidad pero sí la autenticidad. Ser inmigrante podrá ser un asunto de estado, pero principalmente es una realidad que se padece individualmente. 

Dios. Decidimos aprovechar nuestro último día en el país para hacer diligencias. Emilyn debió salir temprano a trabajar y no pudo acompañarnos. Fuimos a la estación de metro, salimos del subterráneo en el bulevar de Sabana Grande y caminamos por los alrededores del Centro Comercial Recreo. Ingresamos a la estación del metro Plaza de Venezuela para regresar. Los andenes estaban repletos de personas, el vagón llegó y duró media hora en salir.

La cantidad de gente dentro del vagón era abrumadora. Todos éramos uno solo, el mismo calor y la misma gota de sudor resbalando por la espalda. Recordé un diálogo de «Before Sunrise». No soy exigente con las películas, siempre busco algo mínimo para quedar maravillado y evitar esa desagradable sensación de haber perdido el tiempo. Eso me sucedió con ese diálogo la primera vez que la vi, se me hizo suficiente para seguir volviendo a la película en la memoria. Jesse y Céline los coprotagonistas entran en un callejón angosto después de ver un espectáculo de danza del vientre. La conversación se torna complicada y también entra en un canal angosto. Los coprotagonistas deben desgajarse capas como si fuesen una cebolla para atravesar la desembocadura y seguir fluyendo. Céline empieza admitiendo esa necesidad suya de amar y ser amada, es algo importante para ella. Jesse tiene sentimientos encontrados al respecto. Sabe que puede ser un buen padre y esposo, pero no le parece suficiente para abandonar los esfuerzos por la trascendencia. Céline responde con la experiencia de un señor de cincuenta y dos años lamentándose por haberse abocado al trabajo y no haber dado nada a nadie, ni siquiera correspondencia amorosa. Céline cierra señalando el espacio entre ellos dos y diciendo lo memorable: «Creo que si existiese un Dios no estaría dentro de nosotros, ni en ti ni en mí, sino en este pequeño espacio intermedio».

Lo recordé, porque el vagón del metro se llenó de tanta gente que no quedaron pequeños espacios intermedios. No quedó la posibilidad de un Dios. Éramos un todo, energía irracional contenida, todos éramos Dios, pero el Dios cruel del antiguo testamento. Estaba angustiado, empezaron a tener sentido esas escabrosas noticias de las muchas personas que han caído a los rieles del metro de Caracas empujadas por las otras buscando ese mínimo espacio entre los cuerpos y ansiando llegar al destino. Hice un gran esfuerzo para permanecer distraído y evitar un ataque de pánico. «Dios está en el pequeño espacio intermedio entre las personas». Repetí como un mantra. Mi madre y yo debimos aceptar nuestra naturaleza, ser unas extremidades y arrancarnos a nosotros mismos de ese todo corporal para poder bajarnos en la estación de La California Norte. Las mentadas de madre, el uso más cochino y auténtico de nuestra lengua ambientó nuestra salida del vagón. Caminé hacia la urbanización del anexo sonriente, sintiendo alivio por haber sobrevivido a tal confinamiento y pensando en una de las múltiples versiones de la frase más famosa de Carlos I de España: «Hablo en italiano con los embajadores; en francés con las mujeres; en alemán con los soldados; en inglés con los caballos y en español con Dios».

Tuve la primera y única cita con Marina Sau dos semanas después de conocernos. Fuimos a Pan de la Abuela, panadería ubicada en una estación de servicio en la Av. Las Américas, Mérida. Pedimos dos cafés grandes y oscuros. Tenía mucha curiosidad, fui haciendo introducciones graciosas y acertando preguntas. Ambos coincidimos en la pasión y la necesidad de hacer de ella un oficio. Marina habló de un momento en las tablas donde el actor deja de pensar, suelta los diálogos porque eso siente y quiere decir, no hay espacio para otras palabras. «Esos cinco segundos hacen del teatro una necesidad para mí». El teatro le deja poco espacio para relaciones amorosas, pocos entienden que el oficio va primero. Nos miramos con coquetería, quedó claro que ambos coincidimos en lo mismo. Yo hablé de un momento semejante. Mientras escribo hay unos momentos fugaces donde sincronizo los pensamientos con el ritmo de las manos en el teclado apuntando las palabras y alivio esa hiperactividad cerebral que me agobia. Marina quiso saber más, cité a Dorothy Parker para no extenderme: «Odio escribir, pero amo haber escrito». Marina correspondió a mi curiosidad, dejó de lado la extrema discreción y se abrió como un libro. Yo estuve estupefacto todo el rato por la fluidez al hablar y conmovido por sus experiencias vitales.

El español correspondió a la conversación como si fuese el idioma para hablar con Dios y Dios no estuviese en ella ni en mí, sino en ese mínimo espacio entre los dos.


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