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alejandro garcia vielma
Photo Credits: Bill ©

Tango, el primero (Parte VI)

Escribí este texto tras mi salida del país, Venezuela, con destino a Buenos Aires. Es una narración de no ficción, pero con una estructura enrevesada: la única forma que encontré para contar lo vivido. Fui poseído por muchas emociones y pensamientos. Nunca busqué la originalidad pero sí la autenticidad. Ser inmigrante podrá ser un asunto de estado, pero principalmente es una realidad que se padece individualmente. 

 Caracas. Quedan dos días para volar hasta Manaus, Brasil. Emilyn, mi hermana mayor, nos recibió en el aeropuerto internacional de Maiquetía. Se ofreció para darnos hospedaje a mi madre y a mí en el anexo de La California Norte, donde vive con su actual pareja. Agarramos un autobús para salir del aeropuerto. Rodamos hasta Parque Central entre empleados del aeropuerto y salsa brava. Ingresamos al metro por la estación de Bellas Artes, los vagones no estaban repletos ni caóticos por ser el último día de la semana.

Mi madre y yo lloramos esperando el llamado para abordar el avión en el aeropuerto de Santo Domingo, Táchira. Salimos del apartamento rumbo al aeropuerto a las seis de la mañana. Johanna nos ayudó con las maletas, no pudo quedarse en el apartamento escuchando el llanto de nuestra abuela y mi tía Oliria, la madre. Era temprano, mi abuela aún conservaba los rasgos del sueño en la cara, el cabello corto revuelto y la bata de dormir. Mi abuela contempló nuestro vaivén con las maletas desde el pasillo del apartamento con su pose característica: la espalda en arco con los hombros relajados, la mano derecha con un ademán de pedir la palabra, pero con el dedo índice callando los labios, la mano izquierda tomando el codo de la diestra y el antebrazo derecho aguantando los senos. El bullicio de las maletas cesó y quedó el espacio para el abrazo. Mi abuela me bendijo mientras fuimos separando nuestros pechos. La cara se le fue corroyendo con la distancia y empezó a darme palmadas duras en los brazos. Era una forma sutil de aferrarse, una súplica. Yo me mantuve fuerte, apreté la cara y repasé el amargo del nudo en la garganta. Mi abuela escondió el llanto volviéndose a la pared, no era su intención hacer la despedida más difícil. Mi madre no se pudo contener y corrió a abrazarla. «Porque no voy a volver a ver al niño». Respondió a la pregunta torpe de mi madre: «¿Por qué llora, mamá?». Todos en la sala suspiramos hondo, le pesaba la edad y la probabilidad de un final cercano. Mi tía Oliria lloró antes de abrazarnos. Lloró durante y siguió llorando después. Hice fuerza para contenerme, en vano, porque nada iba a salir de mí. No lo entendí en un primer momento. No me iba a rebasar en vómito ni en lágrima, porque me quedé vacío. Sentí el quiebre, pero no salió sangre ni quedaron pedazos dispersos. Solo fue un ruido y luego vacío.

Lloré en un extremo de las bancas en plena sala de espera, el equipaje de mano permaneció incólume en los asientos del medio y mi madre lloró en el otro extremo de las bancas. Despedirme de mi abuela me dejó devastado, pero era muy reciente para siquiera intentar reponerme. Un recuerdo me invadió en ese momento y se repitió como un bucle durante todo el día. El recuerdo es muy lejano, suele mezclarse con episodios imaginarios o alucinaciones inducidas difíciles de olvidar, pero es un recuerdo verídico: lo pude comprobar rememorando con mi madre y abuela.

En el recuerdo tengo un año, escasos centímetros y estoy sentado sobre un pañal de tela suavizando la cesta en el frente de una bicicleta. Siento el aliento de mi madre sobre mi cabeza, que pedalea para desplazarnos por las calles arenosas de Santa Bárbara de Barinas. El cielo es gris, está amaneciendo en el recuerdo. El amarillo intenso de los araguaneyes en pleno verano se despliega por las caminerías de la plaza y nos alivia por haber llegado a la casa de la abuela. Mi madre deja de pedalear y mi abuela se acerca a cargarme. Subimos las escaleras externas hasta la segunda planta, allí está el hogar. La primera planta es un galpón para alquilar a negocios comerciales y la tercera también es para uso residencial. Recibo besos de mis tías, me intercambian de brazos en una danza afectiva. Termino sentado en las piernas de mi abuela, chupando del dedo meñique que de tanto en tanto mete en el pocillo de peltre y empapa de café guayoyo para compartirlo conmigo. Estoy con mi abuela en una silla de mimbre de las muchas ocupando el angosto y largo porche de la segunda planta de la casa. Me distraigo con los araguaneyes, abro los ojos para inundarme del amarillo verano desplegado por las caminerías de la plaza Noguera, que está en todo el frente de la casa materna por la carrera cuatro. Mi abuela me trae de vuelta, capta mi atención y me ayuda a mover la mano para despedirme de mi madre, que toma la bicicleta de cesta para continuar pedaleando hacia el trabajo.

Todos duermen en el anexo de una casa grande en una urbanización de La California Norte. Fue agotador arrastrar las maletas por las calles y nos acostamos a dormir temprano. Hay silencio, los espacios están sumidos en la noche. Me puedo dejar invadir por la plaza Noguera y el amarillo de los araguaneyes en verano sin interrupciones. Aquí dentro hay cabida para la casa de tres plantas en la carrera cuatro de Santa Bárbara de Barinas y sus habitantes: una abuela, seis tías, muchos primos, mis tíos con sus juegos infantiles y la pachanga de las reuniones festivas.

Debo ir llenando el vacío con los míos, de nuevo.


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