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Photo by: Zonda Bez ©

Tango, el primero (Parte VII)

Escribí este texto tras mi salida del país, Venezuela, con destino a Buenos Aires. Es una narración de no ficción, pero con una estructura enrevesada: la única forma que encontré para contar lo vivido. Fui poseído por muchas emociones y pensamientos.  Nunca busqué la originalidad pero sí la autenticidad. Ser inmigrante podrá ser un asunto de estado, pero principalmente es una realidad que se padece individualmente. 

Calor. Manaus es la selva, Amazonas. Lo entendí cuando me acerqué a la ventanilla y los pilotos emprendieron el descenso del avión. Mi madre y yo nos sentamos en unas bancas cerca de una puerta de salida del aeropuerto. Sentimos el calor pegajoso, selvático y descubrimos malamente la gran brecha del idioma. El operador de la línea de taxis no pudo entendernos y varios empleados del aeropuerto prefirieron ignorarnos cuando preguntamos por una forma de conectarnos a internet. Un venezolano conductor de Uber se acercó y nos ofreció sus servicios.

Paola, mi hermana menor, desde Argentina nos reservó habitación por internet en una posada cercana al aeropuerto, eso decía en las descripciones. La posada resultó estar lejos y en una zona peligrosa. Conseguimos una casa de familia con dos habitaciones acondicionadas para huéspedes. No le dimos mucha importancia por el cansancio y la necesidad de pasar solamente una noche. Mañana volamos a Brasilia y hacemos conexión con otro vuelo directo a Buenos Aires. La dueña de la posada se ofreció a acompañarnos cuando le preguntamos por un abasto cercano para comprar comida. Antes de salir la dueña usó el traductor del teléfono para hacer advertencias. Debimos dejar los teléfonos y estar atentos a los motorizados.

La zona no se me hizo ajena, los barrios no son ajenos a mi vida. Conseguí las mismas ancianas en las esquinas sentadas en sillas de plástico sobreviviendo el calor con paños de tela coloridos para el sudor, niños jugando en las calles casi desnudos, el escándalo de las motos, matones en bermudas y sin camisas caminando por las veredas. No sé si las similitudes son rasgos de la geografía sudamericana más cálida, pero sospecho que son rasgos universales de la miseria. Estando en Venezuela muchas veces me vi inmerso en escenarios tan similares a los expuestos en documentales audiovisuales sobre la pobreza en continentes lejanos. Volvimos a la posada con víveres para la cena y dos latas de cervezas Brahma.

Abrí una cerveza para sentarme a escribir, mi madre duerme, pero no creo poder beber la segunda. Reconozco en el sopor esa particularidad del cansancio caluroso, las llanuras tampoco son ajenas a mi vida. Muchas veces terminé con extrema pesadez en el cuerpo, la piel maltratada por el sol y picazón en los ojos luego de un día en el campo. Marina Sau está atenta al chat de Whatsapp, me pidió mantenerla al tanto del viaje y hemos hablado durante todo el día. Me burlo de ella, le digo que acabo de descubrir el motivo de sus ganas de dormir perennes: El calor tropical. Cristian en una oportunidad comentó entre risas que Marina estaba pasando la mayor parte del viaje durmiendo. Marina admitió estar avergonzada y no entender qué le causaba tanto cansancio. Ella mencionó el azúcar, porque jamás ha consumido tanta azúcar refinada como lo ha hecho en Venezuela. Cristian intentó ayudarla diciendo que pasar todo el día tratando de entender otro idioma es agotador. Aunque, es mucho más probable que el excesivo sueño se deba a todo en conjunto: el exceso de azúcar refinada, el permanente esfuerzo por entender otro idioma y el calor.

Marina y yo nos separamos al final de la tarde cuando tuvimos nuestra única cita. Ese día intercambiamos números y hablamos por Whatsapp hasta la madrugada. Nos volvimos a ver en la noche del día siguiente. Nos reunimos con otros amigos en casa de Cristian, conversamos y bebimos ron. En un punto de la madrugada varios salieron a fumar y acordamos seguir bebiendo en otro lado de la casa. Marina y yo nos quedamos solos en la habitación de Cristian. Aprovechamos para mirarnos fijamente, darnos caricias y acercarnos al beso poco a poco. Hasta ese momento no había pasado nada, más allá de abrazos donde ambos temblamos incrédulos, atraídos. Marina y yo terminamos sobre la cama abrazados con fuerza. El abrazo trascendió el amarre físico. Ambos recogimos los trozos dispersos, las circunstancias lejanas de cada uno y nos juntamos sobre la cama. Ambos estuvimos ahí, presentes, sin ansiedades ni culpas. Nos mantuvimos abrazados por más de una hora. Cristian tocó la puerta y pidió permiso para entrar. Mis amigos esperaban por mí para irnos, Cristian me lo hizo saber y volvió a salir. Volví a reconocer la figura de Marina con las manos, le besé las pálidas comisuras y luego todos los rincones de la cara con ruido. Marina tenía la piel hirviendo y con toda la torpeza que puede caber en el cuerpo de un hombre le pregunté por la calentura. «Oh, tengo problemas para procesar el calor, problemas térmicos…». Ambos soltamos una carcajada. Aproveché el ánimo de la risa para abandonar la cama y encontrarme con mis amigos, estaban listos para irnos. Marina Sau lo coge enseguida, cuando hago mención del calor como motivo principal del permanente cansancio, responde con una carita riéndose y escribe:

«Oh, ¿por los problemas térmicos de mi cuerpo?».


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