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alejandro garcia
Photo Credits: Klesta ▲ ©

Tango el primero (III)

Escribí este texto tras mi salida del país, Venezuela, con destino a Buenos Aires. Es una narración de no ficción, pero con una estructura enrevesada: la única forma que encontré para contar lo vivido. Fui poseído por muchas emociones y pensamientos.  Nunca busqué la originalidad pero sí la autenticidad. Ser inmigrante podrá ser un asunto de estado, pero principalmente es una realidad que se padece individualmente. 

Argumento. El motivo principal de volver a Mérida era la necesidad de empacar mis cosas y mudarlas. Me quedaban quince días para salir del país. Algunas cosas las trasladamos para acá, San Cristóbal, otras quedaron empacadas y serán transportadas a Santa Bárbara de Barinas, el pueblo natal de mi madre.

Guardar los libros en cajas fue una tarea difícil. Cada texto de mi biblioteca está seleccionado con mucho cuidado, no soy de los que conserva libros por ser libros. Una biblioteca no es un depósito para mí. Es un espacio sensible, oloroso, palpable, por donde uno merodea y se detiene atraído por un tomo. Soy muy quisquilloso con la biblioteca, al punto de adquirir costumbres. Cuando compraba libros los dejaba sobre la mesa llevando aire y dándoles la oportunidad de volverse míos, por ejemplo. Duraban allí semanas, en distintas oportunidades los tomaba sin preferencia y los leía. Algunos lograron atraparme, los rayé con mi firma, nombre de la ciudad donde fueron adquiridos y la fecha. Luego los clasificaba y los incorporaba al orden de los estantes. Otros lograron concordar con las circunstancias, debí leerlos en ese momento y terminaron devorados de un tirón en la zona de libros leídos. Pero, muchos no salieron de la mesa y fueron adoptados por visitantes interesados.

Duré los tres primero días en Mérida observando la biblioteca sin atrevimiento. Saqué libros de algunos peldaños con la seguridad de sacarles provecho en este nuevo proceso y los dejé sobre la mesa: Macedonio Fernández, Borges, Roberto Arlt, Cortázar y Piglia. Duré los tres días ojeando esos grandes nombres, pero terminaron en cajas. Solo traje conmigo una antología de cuento de tapa amarilla y editada por anagrama: «Buenos Aires», una antología de narrativa argentina seleccionada y prologada por Juan Forn.

Cristian y Marina observaron los libros repartidos por la mesa cuando me visitaron. Después de colgar el teléfono a Cristian, la noche anterior, me llené de ansiedad. Me aterraba la posibilidad de encontrar hermosa a la amiga francesa. Peor aún, me aterraba descubrir en medio de la visita una posibilidad amorosa entre ambos. Duré toda la noche sintiéndome ridículo por tales elucubraciones. Me parecía cliché todo el asunto: «Un joven con aspiraciones literarias se enamora de una bella e inteligente joven francesa». ¡Qué argumento tan desgastado!

Me preparé para recibirlos durante el día. Limpié y organicé el apartamento. Lo más difícil fue darle un toque de descuido, para poder aparentar que acostumbro mantener mis espacios así. Una mentira a medias, porque el estado de mis espacios depende de mis picos. En ese momento estaba en el pico depresivo, debía fingir, pero cuando estoy en el pico energético la pulcritud y el orden son compulsivas.

El plátano negro sonó con un ringtones de teléfono fijo. Cristian habló desde el otro lado de la línea advirtiendo que iban saliendo de la casa. Cogí la camisa, mientras la abotonaba me iba cerciorando de mi trabajo con los espacios. Bajé los cuatro pisos, abrí la puerta principal del edificio y los descubrí caminando a la puerta principal de la residencia entre los alambrados. Cristian y yo duramos un buen rato abrazados. Marina observaba a todos lados, reconociendo la desgastada fachada del edificio e incómoda por lo ajena que resultaba a nuestro abrazo. La hospitalidad me hizo abrir las rejas entre los pisos y dar paso a los visitantes, Cristian ya sabía el camino.

Aproveché la corta distancia para repasar a Marina. Vestía una blusa algodonada, gruesa, color bleu orage y un jean negro ajustado. Detallé la piel pálida del cuerpo menudo, los glúteos apretados en el jean y la caída preciosa de los senos. Detallé el cabello castaño cayendo en ondas hasta los hombros y los circulares ojos avellana encajados en un rostro dulce. Olía a aceite de coco y el cabello desprendía un aroma frutal muy fiel. No era la típica fragancia frutal química, casi plástica, era un olor opaco y discreto. Fue peor de lo previsto en la ansiedad de la noche pasada. Resultó ser una mujer hermosa, sensible e intrigante. Hizo vibrar cada fibra sensible de mi cuerpo y los alrededores.

Marina Sau se convirtió enseguida en su propio nombre y dejó de ser para siempre «la amiga francesa de Cristian».


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