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alejandro garcia vielma
Photo Credits: Matthew Paul Argall ©

Tango, el primero (I)

Escribí este texto tras mi salida del país, Venezuela, con destino a Buenos Aires. Es una narración de no ficción, pero con una estructura enrevesada: la única forma que encontré para contar lo vivido. Fui poseído por muchas emociones y pensamientos.  Nunca busqué la originalidad pero sí la autenticidad. Ser inmigrante podrá ser un asunto de estado, pero principalmente es una realidad que se padece individualmente. 

San Cristóbal, Táchira, Venezuela:

27/09/2018

Marina Sau. Marina no llena media cuartilla. Es el diez centrado y en negrita apuntando el siguiente capítulo en la segunda parte de «La insoportable levedad del ser» de Milan Kundera. Un cuento embarcado de las novelas de caballerías: «Este relato fue encontrado en el fondo de un cofre, reliquia familiar, no sé quién pudo haber escrito…». Epígrafe transparente y en cursiva de los usados por Julio Garmendia en «Narración de las nubes». Párrafo brevísimo, porque sí, de la mejor Marguerite Duras.

Marina es inolvidable.

El viaje. Estuve más de un mes en casa de mi padre, mitad de agosto y la primera semana de septiembre. Fui a Barquisimeto en autobús para conversar con él sobre mi salida del país. Antes tuvimos algunas conversaciones telefónicas sin llegar a nada. Trancó el teléfono en cada oportunidad sugiriendo un replanteamiento de planes: «Estás muy desorganizado, terminarás volviendo derrotado y con los platos rotos en la cabeza». Temblé de pies a cabeza al escucharlo. «Si el país estuviese atravesando por tiempos mejores no tendrías la oportunidad de establecer contacto con personas tan influyentes. Está claro, ¿no?». Dijo, refiriéndose a personas muy específicas. Universitas, la fundación donde hace de gerente general, se acaba de convertir en el nuevo patrocinador del concurso literario de cuento «Salvador Garmendia», premio celebrado en el marco de la Feria Internacional del Libro de Carabobo. Habló de Juan Carlos Méndez Guédez y Héctor Torres como posibles jurados, hoy confirmados. Hizo énfasis en los muchos editores que iban a participar en la feria y podíamos conocer. Le di la razón, conmovido. Pude entrever los hilos invisibles entre los argumentos: El temor, la querencia de estar cerca para advertirme de los obstáculos y brindarme socorro inmediato. Pero, no podía sacar provecho a tales oportunidades, porque contaba con boleto para arribar en Buenos Aires a principio de Octubre. Igual le hice creer que lo iba a pensar, pero no había nada por decidir. Ya había empezado a nadar contracorriente y resistir la ventolada.

Ya era un emigrante.


Mérida. La ciudad me recibió con un buen clima, frío en las noches y por las mañanas, insuficiente para un alivio. La estadía en Barquisimeto me dejó con una herida caliente e insoportable. Mi padre no dejó de recriminar mi edad, 26 años recién cumplidos. Las dos carreras universitarias sin concluir, «Derecho» y «Letras». El exceso de generosidad suyo por pasarme dinero, ninguna ley lo obligó a darme apoyo después de los dieciocho años ni siquiera la catastrófica crisis económica. Lo redujo a generosidad. Mi padre entendió mi decisión de partir, pero no pudo evitar sentirse contrariado por mi inmunidad ante sus ofrecimientos. No pudo evitar sentirse un tanto angustiado y optó por la dureza. Volví resentido, pero con total convencimiento de la decisión tomada. Sigue el plan de buscar estabilidad económica más al sur y establecer una distancia física para recuperar la objetividad y seguir pensando, repensando, el país: mi país. Quiero retomar la pregunta aplazada por el pánico, la impotencia, que robé a Zavalita: ¿En qué momento se jodió Venezuela? Zavalita se hace esa pregunta, respectivamente, sobre Perú durante todo el desarrollo de la novela «Conversaciones en la Catedral» de Vargas Llosa.

Volver a Mérida fue duro. Encontré la casa con las alacenas vacías, la nevera repleta de agua congelada y sin un condenado soberano para comprar comida. Mi mamá ayudó, hizo algunos depósitos, pero todos insuficientes. Los vegetales estaban muy costosos y debía comprar más variedad para intentar cubrir la falta de proteína animal. Todas las carnicerías estaban vacías, siguen, debido a las regulaciones de precio que el gobierno publicó en Gaceta Oficial. Los ganaderos no pueden llevar el ganado al matadero por tan poco dinero, no concuerda con la inversión y generaría pérdidas. El precio del pollo y el huevo de gallina también fue regulado. Uno puede encontrarlos en abastos específicos, aunque la cantidad de gente haciendo cola para comprar hace forzosa la adquisición, casi imposible.

Encontré la ciudad sumida en un letargo. La falta de transporte hizo difícil la movilización y al segundo día me vi reducido en el apartamento. El transporte público no existe en Mérida, es igual en todos los rincones del país. Quedan algunos autobuses funcionando, la mayoría sin avisos del recorrido ni logo identificando la unidad de transporte. Llevan a un hombre guindado en la puerta ocupándose de recolectar el dinero. El colector fija el precio del servicio dependiendo de la afluencia de transporte y grita el recorrido. Los autobuses dejaron de ser autobuses, ahora son burros con malaria dando fuertes resoplidos por el excesivo peso de la carga. La mayoría de los automóviles personales están paralizados por falta de repuestos, el alto costo de los neumáticos y las largas filas para recargar combustible. El tráfico ha mermado, solo quedan avenidas con hileras de personas caminando y deteniéndose cuando un carro aparece en el asfalto para pedir el aventón con el pulgar levantado. Las avenidas dejaron de ser avenidas, se convirtieron en terrenos baldíos con islotes de basura donde ratas, palomas, zamuros y perros curtidos se disputan la comida. Los transeúntes dejaron de ser transeúntes, se convirtieron en foráneos aguantando el sol y buscando lo que no tienen en casa.

Mis últimos días en Mérida fueron precarios.


Photo Credits: Matthew Paul Argall ©

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