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Dina Di Donato
viceversa magazine

Talismán o La piel de dolor

El clamor sube. De pronto la mirada desde arriba que algunos analistas lanzan sobre nosotros trae más de lo mismo: gases, estruendo, humo, fantasmas. Debajo de los miradores sostenemos la marcha. Los matones se nos juntan. Mi madre ahora no puede salir y eso me tranquiliza. No se justifica, qué rabia tengo. Dice que en este encierro va a releer La piel de Zapa. La novela que trata de la juventud que persigue solamente deseos básicos, inmediatos y se juega la última moneda en el despilfarro de su vida porque no supo usar mejor su amuleto mágico. Ya no menciona los pulmones, la cadera, los amigos que no pueden andar ahora en grupo, atrincherados, porque les quitaron el agua, la luz, perdieron sus aparatos eléctricos. Se van quedando quietos pero no soltarán prenda; mi madre únicamente menciona las nubes espesas y el calor que les revienta el ánimo, no pueden bañarse, qué rabia con esos asesinos. Los más jóvenes están afuera.

Se llega al trabajo, se prepara clases, se busca y se hace la comida, se opera en el hospital, se descansa con partidos de pelota y con música, se arrastra la respiración interceptando e intercambiando medicinas, se llega a los eventos que no se suspendieron, se protesta lo suficiente como para no descuidar la emergencia familiar. Empiezan a caminar con un paso de sitiados porque nos apuntan. No solamente somos la diana de los encargados del orden y de los criminales infiltrados, también nos disparan etiquetas con grandes dedos señaladores: pueblo amado, nos dicen por un lado, bobalicón reactivo de clase media culposa e ignorante, nos describen otros. Continuamente degradándonos o cargándonos de condecoraciones, en lo que todos coinciden es en que debemos estar preparados, rápido, ya.

Por un momento el análisis político suena como la doctora Polo cuando remata sus casos milagrosamente resueltos en medio de la truculencia de las viditas, con la fórmula respete para que lo respeten, edúquese lo mejor que pueda, y hasta ahí porque el que nos mira desde arriba no puede decir que Dios nos ampare, como ella; sería una concesión a la medianía de una fe efectista típica de clase bobalicona que por estos días revueltos desnuda a un muchacho muy flaco con una biblia en la mano, cosida la espalda por balas de salva, avanzando en cruz entre tanquetas. Hora de vivir con menos frivolidad y brindar un apoyo eficaz al líder, que nadie sabe quién es y que solamente la mirada del analista puede reconocer sin decírnoslo.

El buen discernimiento, otra alternativa que el bobalicón que estamos hechos descarta, le viene al analista por su experiencia de primera mano. Nadie como él vivió el exilio, los sacrificios y las renuncias a lo fácil cuando era casi un niño y le ponía cara al dictador de entonces. Su alta torre de observación actual es muy merecida porque supo salir del infierno donde Dante puso a los distraídos que marchaban tras banderas, por inercia y hartura, en el círculo de los bobos. Nuestro analista conoce la historia, no es un famélico narcotizado ni un quemado venido a menos.

Su discurso desde lo alto celebra, al fin, el despertar de los conmovidos desde sus viditas en riesgo, nostálgicos del agua corriente y, al parecer, notan que vamos mejorando en cada nueva protesta. Cuando llamo a mi madre, porque amanezco con miedo de su calle, me describe las operaciones de resistencia y también una preciosa auyama que compartió con dos familias. Todavía no consigue agua pero está avanzando en La piel de Zapa. Hay que creer en la magia, enfatiza. Para eso se es joven, para ser incauto y tentar la suerte.

Malo, malo, pienso, qué dirían desde sus criptas climatizadas nuestros conductores de la larga marcha. Y tengo que frenar esta sensación infusa, desubicada, que explota con la retórica del resentimiento, porque sé que los que piensan han sudado sus mejores vistas, sus lecturas profundas, sus Vidas con mayúscula. Son los únicos preparados para encajar los colmillos, los tienen sanos y, sin deberlo ni temerlo, pueden llevarse lo nutriente de las presas de esta cacería. La energía es del que le dé mejor uso. O no.

También desde una tribuna alguien nos zarandea en este momento, pero mirando a la cámara de tal manera que te llegue al alma. Acentúa la palabra paz con odio. Siempre desde una pantalla reza el rosario con ira contenida, repite mantras como si los escupiera y al hablar de amor se chequea las manos por el rabillo del ojo a ver si le salen los gestos del estudiado amor igualitario. Solamente le falta mostrarse en alguna Plaza de Mayo con un turbante blanco en la cabeza buscándonos después de desaparecernos. Ovejas descarriadas, perdidas en un crimen doméstico. Su amor todavía está ahí, mirándonos a los ojos mientras remata dulcemente conque tiene armas para todos los que estemos enamorados como él. Le tiembla un poco la voz. Ya casi está hablando, en su mímesis sentimental, con la voz del amante nacional muerto.

Mejor dejarlos solos, dice mi madre. Hay que salirse de las películas de los otros, la que proyectan en sus propias paredes desde donde contemplan la agonía anunciada de un mundo según ellos torcido por nosotros, por nuestra boba tranquilidad. Zoquetes, dice mi madre, verdad es que ha habido mucho político que engañaba a los más zoquetes. No se da por enterada cuando le cuento cómo el sabio analista la retrata, formando parte de la sociedad políticamente analfabeta que, según las documentadas meditaciones, arrendó a un presentador de televisión para homogeneizar el gusto por la tontería propio de la cultura post-dictadura. Dice que ella siempre tuvo su personalidad.

No piensa levantar la cabeza de la novela de Balzac que compró en su juventud, en un viaje a Bogotá, en la época en la que vivía de su sueldo y hasta le alcanzaba para ayudarme en los estudios. Al menos que tenga que abrir la puerta, como una zoqueta, pienso, porque dejará entrar sin averiguar sobre el pasado político del que huye herido. En cuanto a los presentadores de su época, la verdad es que no teníamos tiempo, ni ella ni yo, de ver los show que supuestamente nos maleducaban. Mi madre dice que no echa de menos las bebidas que vendían en la tele entonces, acompañadas de Viceroy. Sí recuerda el sabor del atún de aquellas latas anunciadas entre los mejores músicos del mundo, pero no va a hablar de estas cosas. A lo mejor es que esos analistas que tú me cuentas hace tiempo que no vienen por aquí, cierra el asunto tajante y vuelve a su libro. De vez en cuando, si el ruido de un disparo es más fuerte, aprovecha para chequear los grifos y decir, qué rabia me dan.


El título original de la novela de Balzac es La peau de chagrin


Photo Credits: Javier Moreno Vilaplana

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