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Tacones sobre hielo

Eso que se oye, no tan a lo lejos, es el tren. Le doy otro sorbo al café -negro, sin azúcar- y me digo a mí misma que es muy neoyorquino esto de escuchar el ruido del metro cuando desayunas. Neoyorquino y cinematográfico: estoy a nada de salirme a tocar la guitarra -o un ukelele- en la escalera de incendios, mientras alguien en el piso de arriba escribe: There was once a very lonely, very frightened girl.

Capacidad de autoengaño, señores. El café es negro porque la leche se echó a perder hace dos días (no me ha dado la gana ir al súper), y no tiene azúcar porque estoy harta de compararme con todas las gringas de piernas larguísimas que –aprovechando el verano– recorren la ciudad en shorts. Si cada vez que pasa el tren vibra mi cocina (y mi sala, y mi cuarto, y mi baño) es porque el sueldo de editora no da, todavía, para ese penthouse tan coqueto en Chelsea al que le tengo echado el ojo. La puritita verdad es que no sé tocar ni un silbato, y la ventana que da a mi escalera de incendios está bloqueada, contra toda norma, por el aparato de aire acondicionado. Así, claro, nunca voy a enterarme si el vecino de arriba me tiene de musa.

Pero que nadie piense que me estoy quejando: hace dos años llegué a esta ciudad y, al menos de momento, ni siquiera las ratas a las que frecuentemente hay que ceder el paso en Washington Square me hacen estar menos encantada con el sitio. Al contrario: Nueva York es mucho más atractiva en la medida en que se revela completa, más allá del glamour y los rascacielos y la siempre excitante vida del niuyorquer que todos imaginan. Nueva York es más auténtica “a calzón quitado”, como se dice en mi pueblo (y, sin duda, también en otros pueblos). “Todo el tiempo veo tus fotos en múltiples bares y reuniones ”, me comentó el otro día un amigo vía Facebook (que es como se comenta hoy cualquier cosa). Qué compromiso más grande. No tuve cara para decirle que mi sábado perfecto es aquel en el que me aplasto en el sillón a ver Netflix y pintarme las uñas.

Después me puse a pensar que, quizá, uno también resulta más interesante (o al menos más auténtico) en la medida en que se muestra como es y puede reírse un poco de sí mismo. ¿Cómo iría eso? Supongo que algo así: Hola, soy Mayte, y no importa qué tan seria me quiera poner, invariablemente me da risa la palabra “envergadura”.  Y sí, me da risa, ¿qué le voy a hacer?

Parece que sí, que se puede. Es posible reírse de una y del ruido del tren y de esta segunda taza de café sin azúcar que ya me está poniendo eléctrica. Se me ocurre, entonces, que este es un espacio como otro cualquiera para tomárselo todo un poco menos en serio. Un espacio para escribir a calzón quitado. Pero ojo, no por eso voy a perder el glamour: que alguien, por favor, me preste un ukelele.

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