NUEVA YORK: Digamos que son los noventa. Digamos que en algún lugar de Morelos hay una niña de doce años -pantalones cargo y una camiseta, cuatro tallas demasiado grande, de reconocida banda de rock pastelero- escuchando música a todo volumen. Digamos que el cuarto de la niña está tapizado de pósters, casi todos de la misma banda de rock. Hay un póster especialmente grande al lado de la cama: el cantante de la banda en tamaño real, con melena leonina a base de crepé, luce un chaleco de cuero sin nada debajo (para que se note el pelo en pecho), pantalones de cebra y guantes de boxeo. No digamos, para no avergonzar a la niña, que el póster está puesto a una altura propicia para que la boca del cantante coincida con su metro cuarenta de estatura. No revelemos, porque no es cuestión de hacer el ridículo, que el papel está un poco desgastado.
Digamos que la niña crece (no mucho, pero crece). Digamos que ahora tiene diecisiete años y sus padres tienen que acompañarla a un concierto en el Foro Sol, porque ninguno de sus amiguitos quiere ir a ver tan de cerca a la banda de rock pastelero. Digamos que durante el concierto llueve a cántaros y sus padres se resguardan del diluvio mientras la niña va saltando gradas para quedar hasta delante. No digamos, para no avergonzar a los padres de la niña, que una vez en la primera fila, se levanta la camiseta para llamar la atención del cantante (que ha cambiado el crepé por media melenita rubia). No digamos, porque no es cuestión de seguir haciendo el ridículo, que la niña llora a gritos cuando el cantante le manda (porque desde luego se lo manda a ella, no a las otras 847 niñas de camiseta levantada) un beso con la mano.
Digamos que la niña envejece (porque ya no crece ni un poco). Digamos que tiene veinte años y consigue boletos para un concierto privado en una tienda de discos en la Zona Rosa. No especifiquemos, porque ya es demasiado, que en realidad no «los consigue», sino que los gana en un concurso friki. Digamos que convence a su mejor amiga de acompañarla y las dos hacen fila desde las 6 de la mañana fuera de la tienda. No digamos, para no avergonzar a todos los protagonistas de esta historia, que la niña -que ya no es niña- canta con otros frikis durante la espera, o que durante el concierto vuelve a llorar a moco tendido y da de gritos cuando el cantante (que ha cambiado la media melena por un corte discreto, aunque es más rubio que nunca) saca sus célebres maracas y mueve la cadera.
Digamos que pasa el tiempo y la exniña ya entra más bien en la categoría de chavorruca. Digamos que se va a vivir a los Niuyores y, por azares del destino, conoce a otra exniña con idénticas tendencias rockpastelosas y similares reflejos histéricos ante la visión de las maracas. No contemos, para no avergonzar a la segunda exniña, que ambas viajan al pueblo decadente del que es originario el cantante y se toman fotos cuestionables delante de su casa de infancia. No especulemos, porque no nos consta, sobre la posibilidad de que los actuales propietarios de la casa hayan dicho en inglés algo en la línea de ya llegaron otras dos babosas a retratarse dando saltos en la puerta.
Digamos que sigue pasando el tiempo y la exniña sale una noche a cenar con su editor y amigo y, de vuelta a casa, escucha una voz familiar. Digamos que la exniña se detiene y ve, bajando de una camioneta, al cantante (que ha dejado de ser rubio y ahora presume melena plateada). Digamos que la exniña se petrifica y su amigo no entiende qué está pasando. ¿Es un actor? ¿Un cantante? No contemos, porque es lamentable, que la exniña se queda mirando al cantante como si le estuviera dando una embolia. No confesemos, porque la exniña no se lo perdona, que sigue mirándolo, sin hacer nada, mientras el cantante entra a un edificio de la calle Prince.
No afirmemos, porque es evidente, que la niña de doce años (que claro que no babeaba pósters), juzga duramente a la exniña de treintaiuno. No juzguemos nosotros, porque no estamos aquí para eso, que ahora la exniña tenga planes de plantarse todas las tardes, de ser posible en compañía de la segunda exniña, en la puerta del edificio de Prince Street. No especulemos, porque nada es seguro, sobre las intenciones de ambas exniñas de levantarse la camiseta al primer avistamiento de la melena plateada del cantante.