NUEVA YORK: En la casa donde crecí, hay por algún lado una fotografía donde aparezco yo con nueve o diez años, Bubble Gummers rosa pastel, costras en las rodillas y unas chapitas, claramente pintadas con bilé, imposibles de puro rojas y redondas. Estoy montada en un triciclo, también rojo, decorado con flores de papel. No hay ni habrá nadie en el mundo, se los digo de una vez, más feliz que yo en esa foto. Una crece en la «ciudad de la eterna primavera» y se vuelve confiada. Una crece así, en provincia, sin conocer el frío y obligando a su madre –cada mes de marzo– a decorarle el triciclo con flores de colores (justo a tiempo para el desfile de la primavera), y luego una no sabe qué hacer con la sonrisa cuando se petrifica hasta el último diente y hay que taparla con la bufanda que en ocasiones, todo hay que decirlo, se llena de mocos.
La primavera en Niuyor no se parece a la de mi infancia y tampoco tiene nada que envidiarle a la de Yuri. Maldita, sí, pero a ver quién es el guapo que viene y se atreve a decirme a la cara que pasa ligera. El año pasado nevó en abril (luego nos quedaron a deber también el verano) y no había forma de deshacerse del abrigo. Un día canté victoria y al siguiente, la isla castigó mi soberbia con otra helada. ¿Para qué les miento? Con tanta pinche fintita climática, se termina por perder la ingenuidad provinciana: me acostumbré a no comentar siquiera si el día estaba lindo, para no echar la sal. Me acostumbré a esperar lo peor.
Pero a la isla, por lo visto, tampoco le gusta que le vengan con desconfianzas. A lo mejor por eso, para hacerme bajar la guardia, desde la última vez que nevó, ha estado especialmente simpática.
Hace unos días estaba yo redescubriendo la magia del East Village, nada menos que con un poeta, y terminé bailando canciones ochenteras en un lugar donde convivían en armonía perfecta una bola disco y una colección de animales disecados. En la entrada del sitio, junto a la desconfianza, el poeta y yo dejamos los abrigos. Al salir, el sofá retro donde los habíamos puesto había cambiado misteriosamente de lugar, y nuestros abrigos habían desaparecido. Hicimos que la gente se levantara, le preguntamos a todos los empleados, revisamos concienzudamente la pila de abrigos que estaba junto al zorro disecado. Oh, yeah, sometimes they steal coats here, nos dijo la chica de la entrada, y fue lo más cercano a una explicación. ¿Qué clase de criatura sin alma se roba dos abrigos cuando afuera se está bajo cero? ¿Qué clase de ser despiadado no se deja contagiar por la felicidad incuestionable de una bola disco? Estos robos de primer mundo, lo dije y lo repito, están resultando de un mal gusto pasmoso.
No me morí de frío esa noche y mi abrigo no apareció nunca, pero unos días después empezó a derretirse la nieve. Hoy salí de casa sin el abrigo de plumas y caminé al trabajo casi paseando, dejándome contagiar por esta especie de euforia colectiva en la que se sumerge la ciudad con los primeros avisos de calorcito. Casi al llegar a la oficina, vi mi reflejo en una de las ventanas del hotel Dylan. Treinta y un años, botas negras (hasta las rodillas) y chapitas, no pintadas pero casi imposibles, de puro rojas y redondas. Se me ocurrió, de pronto, que nada más me faltaba el triciclo.