Mi último diciembre terminó en Cuernavaca, en casa de mis señores padres. Recién entrado el 2014 sonaba «El listón de tu pelo» y nadie me sacó a bailar. Comprenderán ustedes que esas no son maneras de empezar un año. Estarán de acuerdo en que esas no son maneras de empezar absolutamente nada.
Ahora es diciembre otra vez y Nueva York se disfraza de película romántica: el árbol en Rockefeller, las pistas de hielo en los parques, las lucecitas de Navidad en las macetas. Los escaparates están vivos y, afuera de las tiendas, voluntarios del Salvation Army (campana, cubo y gorro de Santa Clós mediante) le desean happy holidays a los turistas. Si están animados, hasta se echan unos bailes al ritmo de Rudolph.
Es el escenario perfecto, ya lo sé, para perder un guante en la calle y esperar a que llegue Matthew McConaughey, lo levante, y se enamore de mí tras una serie de simpáticas desventuras. Pero la ciudad y el cine, como siempre, hacen trampa: el otoño duró siete días (hoy, sin ir más lejos, nieva) y –con este frío– reto a cualquiera a soltar los guantes. Yo, con la tristeza todavía a cuestas y la pluma atrofiada, ya no sé cómo explicarle al editor de cierta publicación de ida y vuelta, lo penosa que resulta su solicitud semanal de «mis tacones». No puedo, Juan Luis, no puedo, me quejo. Habla de este año, me sugiere al fin, comprensivo.
Pero ¿cómo se empieza? Le caben muchas cosas a un año, por lo menos al mío. A saber: dos mudanzas, tres códigos postales, varios ratones. Una graduación, incontables cervezas, empujones gratuitos, no tantos besos. Nadie tuvo (ya era hora) el mal gusto de romperme el corazón. Nadie tuvo (así es la gente) el buen gusto de quererme bonito. Descubrí que, contra toda lógica, la poesía y la sensibilidad no siempre van de la mano. Escribí una novela, me replanteé mi postura ante el karaoke, vi a Bob Dylan. Se me llenó un país de despedidas; el otro de muertos y presos políticos. Lean ustedes entre líneas lo que sobra y lo que falta. O no. El año caduco, en realidad, a estas alturas es lo de menos.
En diez días voy a estar de regreso en Cuernavaca, donde me esperan mis señores padres durmiéndose en la sala, mi hermano y su novia derramando miel en las sobremesas, mis cuates de la prepa, ojalá alguna marcha. Pero lo que en realidad quería contarles es que este año, cuando se acabe diciembre y empiecen las cumbias, si hace falta me levanto y bailo sola. Me perdonan el cliché: al carajo diciembre. Ya viene otro enero y aquí lo único que de veras importa, la única manera de empezar bien algo, es no quedarse quieto.