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Tacones sobre hielo: De primer mundo

No es secreto que vivir aquí sale caro. Para el niuyorquer ahorrativo (grupo social del que formo orgullosamente parte) existe –igual que en otras ciudades más austeras– sitios como Groupon, donde uno encuentra grandes gangas. Yo para ir a Broadway soy capaz de dejar mi alma empeñada afuera del teatro, pero cuando se trata de gastos más intrascendentes, recurro a Groupon. Fue así como di con Richard, especialista en depilación láser.

Mis antecedentes con el láser eran catastróficos: en México fui víctima del famoso fraude de Neoskin, empresa que le cobró millones de pesos por adelantado a todas las mexicanas y varios mexicanos y luego se fugó con el dinero, dejando máquinas sin estrenar, esteticistas sin trabajo y miles de clientes desconcertados y, lo que es aún más trágico, peludos. 

Me resigné al fiasco y los rastrillos, pero al llegar a esta isla, para qué les miento, me dejé deslumbrar por los espectaculares, los anuncios de las revistas y las modelos lampiñas que bruncheaban en Williamsburg. Además, estaba estrenando galán, y yo soy de esas damas tradicionalistas que piensan que el amor y la depilación van de la mano. Total, que después de pensarlo mucho, prendí la computadora, cerré los ojos y, con un clic, adquirí un voucher para –no lo van a creer– un año de sesiones con un especialista en el Salon Champu, distinguido local ubicado en las profundidades de Alphabet City. 

He’ll be right with you, me dijeron cuando me presenté dos días después con mi cuponcito impreso. Desde el he empecé a cuestionar mi decisión, pero no quise que se me notaran el tercermundismo ni la costumbre de que esos asuntos se traten entre señoritas, así que me callé la boca y me fui a sentar a la sala de espera (sillones rojos de imitación piel, cojines percudidos con estampado de cebra). De pronto se abrió una puerta y por ahí salió Chloe dando saltitos. Que nadie se alarme: Chloe es un perro. O, mejor dicho, perra. Chiquitina, mestiza, con los mechones de la cabeza teñidos de morado. ¿Cómo iba a salir corriendo de un sitio donde, claramente, la mascota tenía más onda que yo? Imposible. Me quedé muy seriecita, con las piernas adheridas a la plastipiel del sillón, y me mordí la lengua cuando atrás de Chloe, apareció Richard Cacace. 

Si Rod Stewart y Joan Rivers hubieran tenido un hijo, sería muy parecido al señor Cacace: edad indefinida entre 40 y 70 años, tatuajes que dan fe de un probable pasado como rockero glam, mallas de elastano a juego con los sillones, top morado sin mangas y tenis de plataforma. Come here, sweetie. En la torre, ¿me habla a mí o a la perra? Nos hablaba a las dos. Respiré profundo y seguí a Richard y Chloe al sótano del Salon Champu: luz mortecina, música ochentera, un distintivo olor a mota y folículos chamuscados. Pensé Dexter, el baño lleno de sangre en Saw, las clínicas subterráneas del proyecto Dharma en Lost. Pensé Silence of the lambs: it puts the lotion on its skin. Pensé todo eso y seguí caminando atrás de Richard y su perra, tratando de actuar normal. Antes muerta y en cachitos que tercermundista.  

Richard señaló una camilla cubierta con una toalla cuestionable y me dio una bata más cuestionable todavía. Tras pedirme de la manera más atenta que me encuerara, se salió del cuarto y me dejó sola con Chloe. Y me encueré, claro. Ya había llegado hasta ahí. La perra se paseaba entre los cables de una máquina que todavía no determino si era el primer prototipo de láser o una impresora vieja. Cuando me trepé a la camilla, Chloe aprovechó para robarme un calcetín y babearlo con ganas. Lo que pasó después en aquel cuartucho lleno de pelusa y pelos (caninos y humanos) es mejor no contarlo, quedará para siempre en mi corazón y mis pesadillas.  

Al salir de aquella primera sesión, triunfante y de una pieza con mi calcetín babeado, la recepcionista me preguntó en espanglish si quería bookear mi siguiente appointment. Of course, le contesté. Faltaba más. No fuera a pensar que no tenía yo clase. Así, con mucha clase, seguí acudiendo puntual a mis citas. Cada mes, la perra traía un peinado distinto.

El sábado pasado salí tarde y caminé con prisa, entre la nieve derretida, hasta Alphabet City. Por el camino iba pensando que llevaba rato sin ver a Chloe. Alguien se quejó en Yelp, me había explicado Richard la última vez, indignado. Escribieron que esto era un sótano inmundo con un perro asqueroso. Can you believe it? Podía, sí, pero no se lo dije: todavía me faltaba una sesión. 

Lo que me costó más trabajo creer fue el gigantesco letrero de CLOSED que me recibió cuando llegué al Salon Champu para esa última cita. Ni rastro de Richard o Chloe. Con los dedos medio petrificados por el frío, saqué el teléfono. We are unable to complete the call. Yelp se hizo cargo de explicarme el resto: una cantidad importante de niuyorquers mentaba madres porque, como yo, habían salido de sus casas a diez grados bajo cero, para encontrarse el local cerrado a cal y canto. Fraude, fraude, fraude, repetían. Dèja vu. Imaginé a Richard tomando el sol en alguna playa remota. Chloe a su lado, estrenando mechitas californianas. Y yo ahí, muerta de frío, desconcertada y condenada a los rastrillos. Me toca resignarme, sí,  porque lo barato –diría mi madre– sale caro. Pero no me van a negar que, para ser de primer mundo, esta estafa tiene poca clase.

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Alejandra Paredes
9 years ago

«Tras pedirme de la manera más atenta que me encuerara, se salió del cuarto y me dejó sola con Chloe. Y me encueré, claro.»
Qué risa, yo también, después de pensarlo mucho, terminé comprándome un cupón de esos una vez. Hay que ser valiente.

Alejandra Paredes
9 years ago

Jajajajaja me reí tanto con esta crónica. Yo también después de mucho pensar terminé comprándome un cupón de esos una vez — para un salón que quedaba en el segundo piso de una iglesia restaurada por Chelsea. Lo máximo. Tenían wi-fi gratis, galletitas y toda una serie de revistas con los últimos tips en moda y belleza para alcanzar la felicidad. Además, como si fuera poco, también ofrecen prestarte un «stress ball» : una pelotica rosada en forma de corazón que puedes exprimir para distraerte mientras te apuntan con la máquina. Y si te quieres distraer más, la exprimes más… Seguir leyendo »

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