NUEVA YORK: Empezó como una idea: Tú naciste en Niuyor, mija, en el Manhattan Hospital. Y yo no pensaba qué caché porque con cinco años una no piensa qué caché, pero era lo suficientemente ingenua como para sentirme re importante.
Luego los detalles. Iba a llamarme Laura, que se pronuncia tranquilamente en inglés y en español pero, en un arrebato anestésico, mi madre me cambió el nombre. Here’s Meiti, le dijo la enfermera que me depositó en sus brazos cuando salió del trance. Si mi señora madre no pensó “¡en la torre!” fue nada más porque ella no piensa en esos términos, pero algo en la línea de «Meiti tu tía» sí debe haber pensado. Asegura que le sonó a E.T. y que inmediatamente trató de evitarme una vida de comparaciones con el célebre extraterrestre:
–Mariano, mejor que sea Laura.
Y Mariano que no, que de ninguna manera, que ya me había registrado en tres consulados diferentes y que cambiarlo a esas alturas era un relajo. (Corte a Meiti sudando frío cada vez que tiene que decir su nombre en un Starbucks. Ni me digan: ya sé que hay gente más pura –perroflautas, los llama mi hermano– que no entra a los Starbucks por principio. Pero yo sigo entrando a pasar vergüenzas porque aunque soy muy fan de que la gente tenga principios e incluso tengo algunos propios, soy todavía más fan del chai latte).
De esa primera negativa paterna heredé (además de un pasaporte verde) la alergia a los trámites burocráticos. Del arrebato materno, un pasaporte rojo y la tendencia a los cambios bruscos de opinión. El pasaporte azul me lo gané sin esfuerzo, nomás por la gracia de orinar por primera vez en la tierra de las oportunidades.
Con el regreso de la familia a territorio azteca pasé de Meiti a Mayté (nunca entenderé esa necesidad de mis compatriotas de añadir un acento que no existe) y de Mayté a güerita, dependiendo de las ocasiones y los interlocutores. En casos extremos o con interlocutores idiotas, era «gallega» «colonia» o de plano «pinche gabacha». «Mecsicana» y «Americana» en las visitas familiares al viejo continente («¡Uy, qué graciosa, cómo habla!»). No tengo algún trastorno de personalidad de puritito milagro.
Volví a Niuyor de vacaciones, con doce años, a dar el espectáculo en la aduana, donde el oficial en turno no me dejaba entrar con el pasaporte rojo. El azul no se había renovado jamás y al agente le molestaba que usara yo una nacionalidad distinta a la que ostentaba mi lugar de nacimiento. Ni cómo explicarle al buen officer lo de la alergia al trámite. Mariano insistía en que yo podía usar mis pasaportes a discreción. Well… –en este punto de la historia, mi hermano asegura que el oficial se levantó llevándose una mano al pecho, y que detrás de él se materializó la bandera estadounidense mientras por los altavoces de JFK se escuchaba «Oh, say, can’t you see…» – Well, yes, that’s true –siguió el hombre– but if you are an american, you ARE an american.
Olé sus huevos. Y yo ahí, sobrecogida de yanquismo, pensé: ah caray, ¿y ahora qué se hace con este amor a los Churrumais, las paletas de limón a base de agua puerca y Eduardo Palomo? Me duró tres días el susto, aunque al final visité la estatua de la libertad y me tomé una foto frente a las torres gemelas como la turista que (oficialmente) era.
Cuando una década después fue finalmente necesario renovar el documento azul, me apersoné en el consulado estadounidense cargada de papeles para probar que yo era el bebé que aparecía en la foto de ese primer pasaporte. Tres burócratas rosadas hojearon mis álbumes de infancia durante dos horas, profiriendo sendos oh, so cute! antes de legalizar mi gringuez. Y fue ahí, precisamente ahí, cuando me enfrenté a la dichosa forma, ésa que le exige a uno determinar en un cuadrito de dónde viene (y de qué color es). Todavía hoy, cada vez que la veo, tengo un pequeño ataque de ansiedad: «White», «Hispanic, Latino or Spanish Origin», «Mexican, Mexican American, Chicano». Oiga, ¿y casillita para «a bit of almost all of the above» no me maneja? No tiene caso, nada más no acabo de entenderle a la paleta de colores del racismo gringo. Igualito que cuando, en primaria, tenía que memorizar las castas: mestizo, criollo, mulato, negro, cambujo, salta pa’atrás (¿yo cuál soy, mamá?).
Empezó –ya lo advertí– con una idea, pero termina con una obviedad. Ahora que está tan en boga defender la raza para contrarrestar (y/o dar vuelo a) las declaraciones de un personaje particularmente imbécil, igual convendría empezar por replantearse la necesidad de seguir marcando en un cuadrito de qué casta es uno. ¿Qué quieren que les diga? A veces me pongo utópica. Otras me desespero y el oh, but you don’t look Mexican (con alivio, as in «no te preocupes, mamita, tú di que eres argentina») me sale por las orejas.
Me queda clarísimo (no soy tan ingenua) que siempre van a existir casillas e interlocutores babosos. Pero visto lo visto y mientras haya necesidad de clasificar y apegarse a las nomenclaturas, no pueden ustedes negarme que Meiti (con su disposición a sobrevolar la luna en bicicleta) tiene mucho –muchísimo– más caché que cualquier Laura. Y olé, ése.
Photo credits: Angelica Dass