Mi madre me lo dijo clarito: No te compres ese sofá. Horas imaginando los muebles que iba a poner en mi nuevo departamento. Noches en vela conteniendo la emoción porque, tras dos años de apretura en el East Village, iba a tener una sala. Astoria era espacio y ese espacio había que llenarlo: mi carrito virtual en la página de Ikea estaba a reventar. Y va mi santa madre y me dice que no me compre el sofá, que es muy grande, que a ver qué hago si después me toca mudarme. Me recordó que ya existían en mi historial antecedentes de abandono de mobiliario: otro sillón había perecido en el Village cuando Ana (mi primera roomate) y yo emigramos –de un departamento chico a uno microscópico– dentro del edificio del ya célebre Mr. Kalata. Acuérdate, luego no pudiste venderlo. No te compres un sofá tan grande. Comprenderán que me enfurecí. Comprenderán que hablé de inversiones a largo plazo, de la importancia de amueblar mi casa, de las visitas, de los años venideros en los que el sofá, Netflix y yo, seríamos uno. El sofá cama era independencia, madurez, símbolo inequívoco de mi vida adulta. Mi madre, que es una mujer muy prudente, no dijo nada más. Yo, que soy una mujer muy imprudente, me fui a Ikea (sitio que no debe confundirse, aunque se parezca, con el octavo círculo del infierno) y me compré el bendito sofá.
La mudanza fue a finales de mayo. Como yo soy de esas románticas que piensan que, a veces, no están de más un hombre, un taladro y un albur, me dispuse a contratar un equipo de mudanceros profesionales. El azar quiso que, en su lugar, un grupo de escritores se presentara en mi ayuda. Se recitaron versos ante barras de cortina tambaleantes. Se bebió whisky entre cinta canela y cajas de cartón. De la cocina, donde cinco caballeros hacían corro en torno a una cajonera, llegaban menciones a Mallarmé. Tanto la mudanza como el ensamblaje de los muebles fueron un éxito rotundo: no hubo heridos y casi no sobraron tornillos.
La historia habría terminado ahí, si no fuera porque la arquitectura neoyorquina no entiende de finales felices ni de inversiones a largo plazo y, de la noche a la mañana, a mis ventanas les creció un edificio delante. A todas mis ventanas. Las impresionantes vistas a una retroexcavadora que, me habían asegurado, llevaba ahí desde tiempos inmemoriales, se convirtieron de pronto en muros de concreto. ¿Que qué tal el clima hoy? ¿Hay sol? ¿Llueve? ¿Vienen por fin los jinetes del Apocalipsis? No sabría decirles, porque todavía no reviso el Weather Channel.
Me había quedado ya sin saber ni a quién mentarle la madre cuando, hace un par de semanas, sonó el teléfono y era mi amiga Sara (que no es la misma con la que también viví en el Village pero a quién le debo, entre otras cosas, no haber dormido en la banca de un parque cuando recién llegué). Sara, no van ustedes a creerlo, buscaba roomate. No sé cómo será en otras ciudades, pero me consta que en ésta, las Saras son ángeles. Vi el cielo abierto, les digo. La mismita sensación de aquel día que iba yo pensando en la escasez de «hombres de verdad» y la ciudad me colocó en el mismo cruce de peatones que a James Bond: well played, New York, well played.
Dicen que las mudanzas son una de las cosas más estresantes por las que puede atravesar un ser humano, pero aquí vivimos curados de espantos. I’m moving again, le anuncié el otro día a Michelle, la diseñadora que siempre se ríe de mis desventuras. Well, that’s New York for ya, me dijo muy quitada de la pena, are you hiring a bunch of poets again?
Y nada, aquí con la novedad de que estoy vendiendo, entre otras cosas, un sofá cama. Nuevecito.