NUEVA YORK: Una vez tuve otra vida. Me inventé una casa y la llené de fotos, compré una plancha, descompuse la lavadora. Fumaba como chacuaco, pasaba horas en el tráfico, quemaba las quesadillas y siempre encontraba pretextos para no escribir mi tesis. Esa vida la compartía con un actor: algunos días nos queríamos, otros nos peleábamos porque él pretendía robarme los cosméticos y distribuirlos entre la comunidad teatral. Cuando al actor empezó a gustarle más de la cuenta una adolescente, mi otra vida se acabó. Me puse a escuchar Take it all (en loop) sin ningún tipo de moderación o pudor, pero también dejé de fumar y aprendí a tocarme la cabeza con los pies. Finalmente, metí todas mis chivas en una maleta y aterricé en JFK para empezar una vida nuevecita: ya se sabe que, entre otras cosas, Nueva York promete tábula rasa.
El problema con la página en blanco, ahora lo sé, es que la ciudad es canija y hace exactamente la misma promesa cuando uno la abandona. La semana pasada, mi amiga Daniella se trepó a un avión que la llevó de regreso a Colombia. Juro que ese día se acabó el verano y por lo menos cuatro ratas se pitorrearon de mi miseria después de nuestra despedida en Bryant Park. Daniella, me parece, estaba tranquila: tenía una vida que estrenar. Yo, para qué les miento, me quedé un poquito huérfana.
Durante mi primera semana aquí, Dani y yo volvíamos caminando a casa después de clase, porque la suerte nos había colocado en la misma universidad y en el mismo barrio. Una noche nos dimos cuenta de que había dos tipos siguiéndonos y pensamos lo típico: violación, asesinato, desmembramiento y reparto de nuestros pedazos en el East River. Cuando los tipos nos abordaron y además de no ser feos, juraron ser bomberos, otra vez pensamos lo típico: boda doble, mascotas, vacaciones en familia. Los supuestos bomberos caminaron con nosotras siete cuadras, dizque muy interesados en nuestras vidas, y luego, cuando llegó esa inevitable encrucijada en la que correspondía que intentaran (por lo menos) sacarnos un teléfono, se despidieron dándonos la mano. ¡La mano! Háganme ustedes el favor. It was very nice meeting you, y nos dejaron ahí, con las mandíbulas desencajadas, tras semejante rompimiento del protocolo de ligue. Daniella se encogió de hombros y soltó una de sus verdades lapidarias:
–Esta gente sólo quiere conversar.
Y así era. Así es: aquí todo el mundo acaba siempre de llegar o está a punto de irse. Todo el mundo está de paso. Relacionarse consume demasiado tiempo. A veces siete cuadras son suficientes. A veces, la gente sólo quiere conversar.
Como a nosotras no nos pasaron el memo de que en este sitio está prohibido encariñarse, nos volvimos familia. Compartimos textos, noodles, madrugadas en la biblioteca. Alternamos carcajadas con ataques de llanto en las cafeterías de University Place. Recorrimos, sobre nuestros respectivos tacones, los bares del Lower East durante la primera tormenta de nieve. Esta vida de ahora, ya se dieron cuenta, la compartí (entre otros célebres personajes) con ella.
Hoy, señores, les debo la risa. Y además me van a tener que perdonar lo cursi, igual que yo me la paso perdonándole a la isla –Sykpe mediante– su manía de estamparle al prójimo una fecha de caducidad. La mera verdad es que en estas calles de gente sin tiempo para nada, yo conocí la receta de la alegría. Se las comparto: tengan ustedes la vida que tengan, háganse un favor y añádanle una colombiana.