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Tacones sobre hielo: Aterrizajes

El escritor de libros de autoayuda por fin se había callado. Nos miraba alternativamente a mí y a la ventanilla del avión, pero ya no decía nada. En realidad, nadie decía nada. Miré al frente y traté de concentrarme en el capítulo de How I Met Your Mother, que continuaba sin ninguna consideración por nosotros, víctimas inminentes del trágico accidente de Aeroméxico 402.

La tarde anterior había recibido un correo de Delta, anunciando que mi vuelo se cancelaba, debido al mal tiempo. Que ellos me avisaban cuando fuera prudente salir de México. Pero yo tenía cosas que hacer en los Iunaited. Tenía que ir a Trader Joe’s con una sensación térmica de -30 y escribir una columna e ir a jugar boliche en una bolera perdida de Williamsburg. A los de Delta no les importaban en absoluto mis planes: very sorry for the inconvenience, m’am y al carajo, con tantísimo viento no se vuela. A menos, me ofreció al fin el quinto representante con el que hablé, que quiera usted volar con Aeroméxico. ¡Eso, chinga!, pensé. Mexicanos al grito de guerra, cómo de que no. Juro que el águila nacional me revoloteaba en el pecho mientras le decía al representante aquel que sí, que me cambiara inmediatamente al vuelo de nuestros aguerridos pilotos aztecas.

Mi madre (¿dije ya que es una mujer muy prudente?) puso cara de circunstancias cuando anuncié que en Aeroméxico les valían madres la nieve y el viento. ¿No será peligroso? Qué va a ser peligroso. Los de Delta cancelan para ahorrarse dinero, porque no deben tener mucha gente en el avión, aventuró mi padre.

El vuelo de Aeroméxico, en cambio, sí estaba lleno. En la sala de espera se amontonaban familias, hombres de negocios, parejas de viejitos de esas que tan bien retrata Woody Allen. Un güerito con chongo, que me pareció ideal para padre de mis hijos, se formó atrás de mí. Yo, naturalmente, lancé una plegaria al universo para que el azar nos colocara en asientos contiguos.

El azar, grandísimo cabrón, tuvo a bien colocarme junto a un escritor de libros de autoayuda, que antes de despegar ya estaba nervioso. Y tú, ¿a qué te dedicas? Me habló sobre el eneagrama, las buenas vibras, la importancia de distribuir los libros de uno en Sanborns. Puede que lo que pasó después fuera mi culpa. Andaba yo deseando con demasiada vehemencia que ese buen señor se callara la boca.

Llevábamos como una hora en el aire cuando anunciaron que había que volver a México. ¿Cómo? ¿Qué dijo? Que quién sabe qué cosa con el coso ese del avión que sirve para descongelar el deste. Ah. En la madre. Y dimos la vuelta. El escritor de libros de autoayuda siguió hablando. ¿Tienes cosas que hacer allá? Pasaron veinte minutos o diecisiete horas. El escritor de libros de autoayuda era de Puebla, se había separado de su mujer (que era una perra interesada) y ahora andaba enamorado de su contadora. Fue un flechazo, me dijo. ¿Tú crees en esas cosas? Y de pronto otra vez el altavoz, diciendo algo en la línea de: señores pasajeros, ya revisamos el coso y el deste del avión siempre sí furula; ahorita retachamos a Nueva York, disculpen las molestias. Qué bueno, comentó el escritor de libros autoayuda. ¿Qué bueno? ¿Siempre no está descompuesto el avión? Señores, por favor, estamos en el aire, ¡un poquito de seriedad!, pensé yo. Pero no dije nada, y le sonreí al escritor de libros de autoayuda mientras sacaba los audífonos, a ver si eso lo disuadía de seguirme dirigiendo la palabra. Nada, el escritor de libros de autoayuda no se dejaba amedrentar tan fácilmente. Y los hombres en Estados Unidos son mejores partidos, ¿no? Porque a ustedes las mujeres les importa mucho eso, ¿no? Pues a ver si se me hace con la contadora, aunque yo no gano en dólares. Era claro que el escritor de libros de autoayuda necesitaba muchísima ayuda. Estaba formulando en mi cabeza la manera más educada de mandarlo a freír espárragos cuando el avión empezó a dar bandazos. Jesús, comentó el escritor de libros de autoayuda, y fue lo último que dijo.

Me duró poco el gusto, porque el avión empezó a dar lo que a mí me parecían vueltas de campana. Primero, les decía, traté de concentrarme en la pantalla. Luego cerré los ojos intentando agarrarme de algún lado, nada más que no había de dónde agarrarse. A mi derecha, un chavito que iba por la tercera vuelta de Toy Story y que hasta ese momento no había dicho una palabra, quiso tranquilizarme:

Don’t worry, señora, no pasa nada.

Me debatí entre la ternura y las ganas de refutar su hipótesis. Me incliné por la segunda opción (me había dicho señora).

–¿No? ¿Y cómo sabes?

Lo confieso: quería asustarlo, quería que compartiera un poquito mi miedo (quería decirle señoratumadre).

–Porque allá atrás hay unas monjitas rezando.

Chamaco cabrón, ésa no la vi venir. Le sonreí apenas y me dispuse a esperar la muerte ahí, convertida en señora, al lado del escritor de libros de autoayuda.

Mil tumbos después y contra todo pronóstico, aterrizamos. Las monjas dejaron de rezar y aplaudieron, junto al resto de los pasajeros. Yo todavía quería llorar cuando crucé la aduana y me recibió una Nueva York helada.

Me aventuré a la calle, con paso más o menos firme, para buscar un taxi. Menos firme que más, porque todavía estaba nerviosa. Y fue entonces cuando volé de nuevo. Lo que no les he dicho es que mis botas de nieve son de plataforma. Pasa hasta en las mejores ficciones: a veces soy mi propio personaje. Aterricé de sentón sobre la nieve, inaugurando la tercera temporada de «Tacones sobre hielo: tragicomedia de invierno». Que nadie me compadezca; ese segundo aterrizaje, aunque igual de extremo, fue divino: estaba en tierra, estaba en casa y estaba lejos, muy lejos, del escritor de libros de autoayuda.

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