Las cinco y media y ya parece de noche. Camino hacia Union Square mirando al piso, porque las tardes de domingo me parecen de mal gusto, porque hace frío, porque está oscuro y porque, la verdad, hace días que no encuentro muchos motivos para estar de buenas. Vibra el celular y mi cuate Manuel adivina lo que estoy pensando: «¿Qué hacemos con México?»
No sé, le contesto. Y de verdad que no tengo idea. Lo que sí tengo es un nudo en la garganta desde que escuché la conferencia de prensa en la que el procurador de justicia de mi país hizo el recuento de todo lo que –supuestamente– el crimen organizado echó a la fosa donde –también supuestamente, porque para variar la versión oficial no concluye nada– quemaron los cuerpos de 43 estudiantes. Diesel, gasolina, llantas… lo que hiciera falta para mantener la pira ardiendo y reducir los cuerpos a ceniza. «El grado de calcinación era muy alto». ¿Y los dientes, señor procurador? «Uy no, sólo con tocarlos se deshacían». CSI Cocula, les digo. Oiga, señor procurador, pero calcinar un cuerpo no es cosa de nomás prenderle fuego, reclama mi amigo Alejandro en Twitter (y reclama México entero). ¿Pero qué creen? Que el señor procurador está cansado.
Y como el señor procurador, el resto del país y el resto del planeta. Por eso, los hashtags #YaMeCansé y #TodosSomosAyotzinapa no dejan de darle la vuelta al mundo. Concretamente en esta ciudad, el hartazgo ha estado aterrizando todos los domingos –en forma de pancartas– en Union Square, donde la bandera mexicana, un grupo de son jarocho y los nombres de los normalistas asesinados fueron el escenario de mi guasapeo (te odio, RAE, te odio) la semana pasada. Llegué a la plaza justo cuando Manuel me estaba preguntando si era yo de marchas y manifestaciones.
Con la música veracruzana de fondo y las cartulinas en el suelo del parque, me puse a pensar en mi última «manifestación». Fue en el 2012, en la explanada de la UNAM, durante la primera asamblea estudiantil del movimiento #YoSoy132. El entonces candidato a la presidencia había desatado la furia de mi alma mater y andaba yo encendida de conciencia política. Cuando supe que había asamblea en CU, convencí a mi mejor amigo Javier –alias Pishi– de que me acompañara. Ándale, le dije, vamos a hacer historia. El ambiente era hasta festivo: había tambores, pancartas, consignas, propuestas. Había estudiantes de prepa, de licenciatura y de posgrado. Había algún que otro forever que juraba no haber visto tal cosa desde el 68. Los voceros de las distintas universidades se turnaban para hablar y, después, los asistentes nos deshacíamos en goyas tan sentidos que, les prometo, habrían hecho palidecer a la Rebel. Yo me enamoré un poquito del vocero del ITAM; y hasta Pishi, que siempre se burlaba de mi adicción tuitera, reconoció el poder de las redes sociales. Íbamos a cambiar el país.
No supe bien cómo, ni por qué, lo que cambió fue el #YoSoy132: perdió fuerza, se desvirtuó, se convirtió en otra cosa. El vocero itamita me rompió el corazón cuando dejó de liderar marchas fuera de las instalaciones de Televisa para trabajar dentro. El trending topic pasó de moda, o lo mataron los bots. La llama de la indignación es débil, acabo de leerle a Andreas Schedler. Quizá fue eso. O quizá entonces no nos dimos cuenta de que no estábamos para fiestas.
Ahora que, en vez de pegar de gritos junto a la Biblioteca Central, me muerdo la lengua de coraje en otro país, he estado dándole vueltas a lo que puede hacerse desde lejos, cuando se está en un parque frente a un grupo de son jarocho, mientras el estado mexicano se lava las manos, el procurador se cansa, el presidente asegura que quieren desestabilizarle el proyecto de nación, la primera dama se indigna (y pestañea a una velocidad inverosímil) y lo que queda es rabia y miedo a remover la tierra, no sea la de malas que aparezcan más cuerpos sin nombre. ¿Qué hacemos con México?
Yo, por lo pronto, cuestiono, discuto, comento, comparto, posteo, tuiteo y retuiteo. Escribo. Escribo sobre un horror que me sobrepasa, sin más autoridad que la que me confiere ser mexicana y estar harta de que México sea una fosa común. Escribo porque hoy no puedo ir a marchar al Zócalo. Escribo usando la materia prima de la indignación de la que me habla mi buen amigo Adrián.
Activistas de sillón, nos llaman. Activistas de sillón, porque creemos que las redes sociales sirven para algo más que compartir videos de gatitos. Paso por alto la mofa y pienso ¿por qué no? Hoy más que nunca me parece que, también desde el sillón, se puede ayudar a mantener la llama encendida. Desde donde sea que uno esté, se puede (y se debe) tratar de hacer historia.