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Photo by: nik gaffney ©

Sueño, sueños

Llega la noche y, con ella, el sueño. Terminan las actividades vinculadas con el trabajo, con los vínculos de amistad, con la política y con la vida comunitaria, y empieza el descanso. Jean-Luc Nancy dice que el sueño es la desaparición de las expectativas propias de la vida activa. Caer en el sueño es renunciar a la ansiedad y la expectación que produce la vigilancia. Al percibir la llegada del sueño, sentimos que dejamos de sentir.

El sueño es el umbral entre vigilia y descanso. La oscuridad acoge. Sin embargo, esa acogida – ese sentimiento de protección sugerido por la idea del sueño – tiene un costo. Zambullirse en la oscuridad exige aceptar la pérdida de consciencia, la pérdida de control: la inminencia de aquello que es imposible de predecir y, por lo tanto, inmanejable. Cuando nos entregamos al sueño, nos entregamos a un destino incontrolable. Por eso, el insomnio es la lucha por el gobierno de nuestro futuro inmediato. Aquel nos acompañará a lo largo de la noche, hasta que la tenue luz que se insinúa por la rendija de la persiana anuncie el comienzo del día.

En castellano, el vocablo “sueño” condensa varios significados, entre ellos, el acto de dormir, la representación de acontecimientos durante el sueño (de aquí en adelante y para evitar la confusión, “sueños”) y deseos o esperanzas que no sabemos si se cumplirán. Conjuga, así, sueño, fantasía y deseo. Pero cuando domina el miedo, la fantasía que se aloja en los sueños puede convertirse en fantasma. Entonces, los sueños se transforman en pesadillas que nos llenan de angustia, y nos despertamos sintiendo el corazón latir desenfrenado. Los fantasmas acechan nuestra memoria. Son nombres del pasado que dejaron atrás nuestros abuelos inmigrantes. Son nombres de muertos en los guetos, en las cámaras de gas o en los campos de detención y desaparición. Son catástrofes, son la muerte en la cara. Son nuestro cuerpo torturado.

Caminamos dormidos, como en el sonambulismo. Si bien este se produce durante el sueño, las personas que lo sufren pueden llevar a cabo acciones típicas de la vigilia: vestirse, hablar o comer, salir de la casa o manejar un auto. Dormidas, cruzan el umbral. Despiertas, olvidaron lo que hicieron después de cruzarlo. A la vez, cuando soñamos, observamos nuestro sueño como si fuera una escena de una obra teatral, como sucede en los sueños lúcidos. Durante el sueño, creemos haber cruzado el umbral. Somos un yo desdoblado, actor y espectador a la vez.

Para los griegos, los sueños eran proféticos y debían ser interpretados para saber lo que ocurriría en el futuro. En La Ilíada, Aquiles dice que debe venir un augur que interprete sueños para explicar la causa de la ira de Apolo y el sufrimiento de los griegos. En La Odisea, Penélope pide a Ulises, a quien no reconoce, que interprete el sueño que ella tuvo: había veinte ocas en su corte, y un aguilón las atacó. Ulises le dice que, como afirma el aguilón en el sueño, las ocas son los pretendientes, que serán castigados por su codicia y sus malas acciones.

El sueño en cuanto acto de dormir era también un dios secundario al servicio de Zeus. En La Ilíada, Zeus le ordena al Sueño Engañoso que vaya a la carpa donde duerme Agamenón y le comunique lo que Zeus desea: que arme a los griegos y venza a los troyanos. Para cumplirla, el sueño toma la forma de Néstor, un anciano veterano de guerra y respetado por todos los griegos. Por otra parte, el sueño como acto de dormir era un dios de la categoría de los dioses inmortales. Según Hesíodo, era hermano gemelo de Thanatos, la muerte. La madre de ambos era Nix, la noche, y el padre, Erebus, la oscuridad.

Una escena en La Odisea confirma esta confusión. Ulises describe su visita al Hades por consejo de Circe: debe encontrar a Tiresias, el profeta, que le dirá lo que pasará en Ítaca, su reino y hogar, cuando regrese. Ulises desciende al Hades y, en busca de Tiresias, se topa con fantasmas de los muertos, entre ellos, el de su propia madre. El rey de Ítaca está emocionado y feliz de encontrarla y, después de un breve intercambio, se despiden. “Quise cumplir el designio formado en mi pecho”, relata Ulises, “de poder abrazar en su sombra a mi madre difunta.” Lo intenta tres veces, pero en ninguna de las tres la puede asir: “voló de mis manos igual que una sombra, como un sueño”.

Sin embargo, a pesar de la asociación del sueño con la muerte, a lo largo del poema de Homero, el sueño es “dulcísimo”, y sus personajes – Ulises entre ellos – caen dormidos por el cansancio. Es siempre una fuente de placer, un regalo de los dioses: “relaja los miembros y quita inquietudes al ánimo”. En varias escenas, Atenea “infunde” un “dulce sueño” en Penélope, y esta se queda dormida. De este modo, La Odisea expresa las dos ideas del sueño que tenían los griegos: la fusión con la muerte, y el sueño como instrumento de los dioses; como umbral entre vigilia y descanso, día y noche, tensión y distensión.

Según Victoria Wohl, especialista en los clásicos, el filósofo Heráclito afirmaba que el sueño permitía a los hombres el contacto con “la realidad oculta del Cosmos”, en el que se unían los opuestos (el mismo sentido que tiene esta dimensión para la filosofía china). Esto era así porque dormir les daba la oportunidad de tocar, al mismo tiempo, “la muerte y la vida inmortal”. Nuevamente vemos en los griegos la condensación de sueño y muerte: la vida que duerme y la muerte son signos contrarios que, en su unión, constituyen el Cosmos.

Para los judíos, los sueños también eran interpretables, y su interpretación era un vaticinio. José, hijo de Isaac, vive en Egipto al servicio de Putifar, ministro del reino, como administrador. En ese momento, el faraón tiene dos sueños que ninguno de los adivinos consultados puede interpretar. Compadecido de su desazón, Putifar le aconseja que llame a José para que lo haga. Cuando José se presenta, el monarca vuelve a relatar sus sueños.

En el primero, está en la orilla del río, y ve subir siete vacas gordas que empiezan a pacer. Entonces, llegan siete vacas flacas que se comen a las gordas. En el segundo, ve salir de un mismo tallo siete espigas grandes. Más tarde, crecen otras siete espigas secas, que devoran a las llenas. José le responde que los dos sueños son uno. Las siete vacas gordas y espigas llenas representan siete años de abundancia y prosperidad. Las siete vacas flacas y las siete espigas secas, otros siete años de hambre y escasez. A partir de esta interpretación, José aconseja al faraón que aproveche los años de abundancia para prepararse para los de escasez.

El sueño es, como ya dijimos, añorado y temido. Añoramos dormir porque, cuando dormimos, desaparecemos del mundo; negamos la realidad. Por eso, la melancolía (la urgencia por huir de la realidad que nos acecha, el ansia de aislarse del mundo) coincide con el deseo de dormir. Según Blanchot, dormir es buscar refugio en la inmovilidad. Cuando dormimos, nos detenemos. Errar es imposible. Pero el sueño es también el umbral del vacío, el preludio de la muerte; de ahí la creencia de los griegos acerca de la hermandad de Hypnos y Thanatos.

Así como los sueños eran profecías para griegos y judíos, hoy son un mundo que existe dentro de un espacio propio: el espacio de la fantasía. Cuando no insisten ni atormentan, son un mundo colorido que nos envuelve de placer; un mundo al que entramos ansiosos y en el que nos detenemos llenos de deleite. Para Helène Cixous, el mundo de los sueños es un país extranjero que no exige visa ni pasaporte para entrar, sino “esa extrema familiaridad con la extrañeza extrema”. Para el psicoanálisis, los sueños se producen en el mundo creado por un inconsciente libre de inhibiciones. En ese mundo, todo se condensa y se confunde: la fantasía es realidad y lo interno externo. Los sueños pueden ser, entonces, una expresión de deseo y una proyección fantasmática.

Cuando dormimos, cruzamos el umbral y entramos en un mundo diferente del mundo de la realidad. En el mundo del sueño, el sentido del tiempo desaparece. Es un mundo sin timbres, ni horarios de entrada y de salida. Cuando suena, la alarma nos tira del brazo hacia el mundo de la vigilia: el mundo del deber; el mundo de las tarjetas de crédito y el estrés. El mundo del sueño nos atrae a un mundo sin deberes: deber ser y deber hacer, deber cumplir y sobrevivir.

Soñar es vivir en ese mundo mágico creado por nuestro inconsciente, que puede ser tanto reconfortante como terrorífico. Es un mundo de fantasías y fantasmas, anhelado y temido a la vez. Es un mundo que acoge, y un mundo que atemoriza. Dormir es huir, pero huimos del sueño: huimos de la noche que marca su comienzo y amenaza con perdurar.


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